Me gusta pensar que los libros son como niños huérfanos que esperan ansiosos a que alguien se apiade de ellos y se los lleve a su casa. En la última ocasión que he visitado una librería he adoptado dos libros: La civilización del ocio y La sabiduría antigua: Tratamiento para los males del hombre contemporáneo del profesor Giovanni Reale. Al tenerlo en mis manos pensé, ¿qué quieren decirme estos libros? ¿Por qué me han elegido? Pronto lo entendí.
Poco antes que iniciar la lectura del libro sobre la sabiduría antigua eché un vistazo a la prensa local. ¿Y qué me encontré? Pues un poco lo de siempre en estos convulsos tiempos en los que se ha desatado la violencia en nuestra ciudad: quema de vehículos, atracos, miedo en la calle y apedreamiento a ciertos servicios públicos. Decidí abstraerme de la cruda realidad y sumergirme en la lectura del libro. Pero cuál fue mi sorpresa cuando en un capítulo denominado La difusión de la violencia, encuentro un epígrafe con el sugerente título de Jóvenes habitados por la nada. ¿Y saben de qué va este apartado del libro? Pues del fenómeno de los jóvenes que lanzan piedras contra los automóviles. ¡Quién me iba a decir que en un libro de filosofía podía hallar parte de la respuesta sobre las causas de los frecuentes apedreamientos que sufren los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado en Ceuta!
El profesor Giovanni Reale reproduce en su libro parte de un artículo del periodista Alberto Belivacqua, titulado precisamente Jóvenes habitados por la nada, que fue publicado en el rotativo italiano Corriere della Sera, el 21 de agosto de 1994. Este periodista comentaba que, en su opinión, el lanzamiento de piedras contra los vehículos “era un tipo de terrorismo: carente, absolutamente, de motivaciones pseudoideológicas, privado de toda motivación que no sea la esencia misma, perversa, del acto concluido”. Para el autor del artículo, los perpetradores de este tipo de actos no son “jóvenes”. En realidad, son “viejos”, ya que en ellos ha desaparecido completamente todo respeto por el hombre y todo el sentido de la vida. Según Belivacqua, “esos maleantes no tienen como enemigo a nada ni a nadie. Obtusamente, advierten el peso de una psique que ya no posee el bien de la inocencia y se convierten en ladrones porque tratan de robar ese bien preciado a las otras existencias […]. Los lanzadores de piedras sueñan –en el sentido que puede soñar un inconsciente– con una sociedad de hombres semejantes a ellos: de envolturas habitadas sólo por la nada maligna, por un vacío sepulcral”.
Estos jóvenes forman parte de un mundo profetizado por Nietzsche en el que “el aniquilamiento mediante la mano acompaña el aniquilamiento mediante el juicio”. En este escenario de tinieblas, comenta el profesor Reale, “la inocencia es odiada oscuramente, como amenaza del remordimiento por parte de quien tiene el alma enferma: enferma del gusto de la destrucción, que no es otra cosa que la satisfacción que el hombre prueba por la nada”. En definitiva, el alcance del perfecto nihilismo, propio de aquellas vidas que suscita náusea, piedad y el placer de la destrucción.
La pregunta es cómo el alma de estos jóvenes ha llegado a enfermar de nihilismo. Sin duda el ambiente social y urbano al que se ven sometidos es ajeno y hostil para los jóvenes, ya que carecen de unas mínimas instalaciones para el deporte, y mucho menos de espacio para las actividades que son del gusto de personas en proceso de transición de la infancia a la edad adulta. Desde que el hombre es hombre, y hasta en los remotos pueblos del mundo, los jóvenes han pasado por ritos de iniciación en su camino hacia el desarrollo de su personalidad. Tal y como ha manifestado la gran antropóloga Margaret Mead, “se brinda muy pocos espacios para la expresión de estos impulsos adolescentes y es allí donde empiezan a brotar comportamientos que los adultos ven como anómalos o anormales”, y que muchas veces lo son. Una parte de los jóvenes de barriadas como el Príncipe ha convertido el lanzamiento de piedras, a cualquiera que ellos identifican con el Estado, en su particular rito de iniciación. Otros, en su tormentosa búsqueda de elementos con los que construir su personalidad, han encontrado en las versiones más radicales del Islam vestimentas con las que cubrir su agitada y desnuda alma.
Se dan, además, otras dos condiciones subyacentes que explican estos brotes de delincuencia juvenil, factores que fueron identificados por Mumford en el epílogo de su obra Perspectivas urbanas. Estas son, por un lado, “la existencia haragana, vacía y sin objetivos que llevan tales muchachos”; y, por otro lado, “la total ausencia de dirección paternal y de disciplina comunitaria”. Bajo estas condiciones, estos jóvenes, en su mayoría mimadísimos y superexcitados, se enfrentan a una realidad que los desanima y fomenta un profundo sentimiento de frustración. El constante bombardeo al que se ven sometidos por la publicidad atormenta a unos jóvenes que, al mismo tiempo que les incita al consumo desenfrenado, les niegan la plena participación en la bacanal consumista. Buscan a un responsable de su situación y no tardan en identificar al causante de todos sus males en Estado, y en sus representantes (Policía, Bomberos, etcétera…).
La identificación que hacen los jóvenes del Estado como el responsable de su situación no debería extrañar a nadie si escuchamos los continuos reproches que se lanzan los partidos políticos que pugnan por hacerse con el poder. A ambas partes, Gobierno y oposición, les cuesta reconocer abiertamente ante la opinión pública que no tienen la solución para todos los problemas que sufre la población ceutí. Precisamente, en el reciente Debate del estado de la Ciudad escuchamos, de boca del presidente, un sincero y, desde nuestro punto de vista, loable reconocimiento de que la Administración ha llegado al máximo de su capacidad para dar respuesta a ciertas demandas ciudadanas.
Cuesta encontrar en el discurso de los detentadores del poder un gesto de humildad y franqueza como el que se pudo escuchar hace unos días en el Pleno de la Asamblea. Esta clase de gestos no son habituales, ya que en la lucha por el poder, cualquier atisbo de debilidad es aprovechado por el adversario para despedazar a la presa. La verdad y la sinceridad no son valores que se estile mucho en la confrontación política en nuestro país y, por ende, en nuestra ciudad. Quizá ha llegado el momento de ser honestos y decirle a la gente que las administraciones no son omnipotentes, en especial la local; que con los recursos que maneja no puede ir más allá de la dotación y mantenimiento de los centros educativos, culturales y sanitarios, la seguridad ciudadana y la gestión de los residuos que se genera entre sus estrechos límites; y que la solución para los problemas que más preocupan a la mayoría de los ciudadanos, como el desempleo, depende de que se reorienten los ideales últimos y los propósitos de toda nuestra civilización. No podemos seguir engañando a la gente diciéndole que todos sus problemas se solucionarán si tienen tino a la hora de depositar su voto en la urna, porque esta clase de discurso, tan habitual entre nuestros políticos, además de ser falaz y deshonesto, tan sólo fomenta la frustración y el resentimiento.
A parte de nuestros jóvenes, hoy día habitados por la nada, hay que ofrecerles un significado y un propósito para llenar sus vacuas vidas, antes de que este vacío sea ocupado por mensajes de rencor y odio. En vez de malgastar su tiempo, su vitalidad, su energía, en lanzar piedras contra los bomberos y la Policía, tienen ante sí el apasionante reto de emprender la definitiva transformación del ser humano e impulsar la renovación de la vida. Para ello debemos ayudar a estos jóvenes, y a nosotros mismos, a iniciarse, con sacrificio y voluntad, a la dura tarea de su propia transformación y la de todos los grupos en los que participan, con el objetivo de dar lugar a una sociedad en la que la ley y el orden, la paz y la cooperación, el amor y la fraternidad, predominen en la relación entre los hombres y las mujeres, y en el vínculo que mantenemos con el resto de seres vivos que habitan el planeta.