De igual manera que algunos de nosotros elegimos los tiempos oportunos y los lugares privilegiados para leer, abundan los escritores que prefieren sus momentos y sus espacios favoritos para elaborar sus composiciones. En mi opinión, esta decisión es acertada porque, como es sabido, las palabras, no sólo resuenan de maneras diferentes en cada una de las situaciones y en los distintos escenarios, sino que, a veces, se llenan de nuevos significados.
En esta obra el filósofo Damon Young nos proporciona uno análisis oportunos, claros y, al mismo tiempo, profundos, de las razones determinantes por las que algunos escritores tan influyentes en la actualidad como Jane Austen, Marcel Proust, Leonard Woolf Friedrich Nietzsche, Colette o Jean-Jacques Rouseau y Jean-Paul Sartre eligieron el jardín como el lugar favorable –para algunos indispensable- para escribir de una manera original, interesante y bella.
En su luminosa introducción Damon Young nos explica cómo el jardín no es un simple retiro, sino también una fuente de ejercicios psicofísicos que generan permanentes estímulos para que, creando y recreándonos, conjuguemos –“fusionemos”- dos principios filosóficos fundamentales para la escritura: el jardín es la imagen más elocuente de la manera que los escritores, poniendo límites a la naturaleza, la transforman en creaciones humanas. Explica con claridad cómo el jardín es una fusión armoniosa, una conjunción equilibrada que hace realidad que realidades naturales pasen a ser obras artísticas. Recuerda cómo Aristóteles reconocía que los seres humanos somos unas criaturas corpóreas cuyas ideas se inspiran y se expresan “físicamente” dotándolas de forma orgánicas como las de las plantas e, incluso, sólidas como las de las piedras.
Esta riqueza intelectual y sensorial es el motivo por el que los jardines aún poseen cierto aire de sacralidad. A Jane Austen, por ejemplo, los paseos cotidianos por el jardín, sus sonidos y sus silencios eran el entorno que facilitaba su vida interior y el trabajo de la imaginación. Para Proust la presencia de aquellos tres Bonsáis, unos “pobres arbolillos japoneses horrendos” fueron estímulos fundamentales para su peculiar visión de la vida y del arte.
El motivo por el que Leonard Woolf luchó por un jardín conflictivo y, al mismo tiempo amado, era trabajar y luchar por una vida más clara, más sensata y más honesta, y una manera de enfrentarse a la ambivalencia de la existencia humana. Nietzsche declara que su edificio ideal había de tener claustros desde los que se estuviera cerca de las piedras, de las flores y de los árboles que lo acercaran a sí mismo. Está claro que, para sobrevivir, debemos cultivar las patatas, el trigo y las coles, pero a condición de que también reservemos un espacio y un tiempo para sembrar flores olorosas y bellas, y, por supuesto, para crear y recrearnos con la poesía.