Colaboraciones

J’acusse

En 1894, Francia y Alemania aún vivían las secuelas de la guerra franco-prusiana, verdadera antesala de la primera carnicería mundial de 1914-1918.

Francia sufría el trauma de la anexión de las regiones de Alsacia y Lorena por parte de los vencedores tras la guerra de 1870. Aquella derrota de Napoleón III y, por ende, del Segundo Imperio, tendría como consecuencia política la creación de la III República francesa y el nacimiento del Imperio Alemán.

Como todas las guerras en las que se masacran personas que se odian pero no se conocen, a mayor provecho de buitres que sí se conocen pero que no se masacran, la guerra franco prusiana dejó tras de sí un reguero de sangre, de tripas reventadas y de cerebros asemejados a desérticas macetas cuya única función ya solo se podía limitar a ponerse en el primer tiempo de saludo.

Las épocas de crisis y de penuria siempre son propicias para buscar y encontrar las cabezas de turco idóneas capaces de catalizar todos los males para desviar la atención del verdadero foco del problema.

Estas situaciones terminan, más pronto que tarde, en multitudinarios apedreamientos de sinagogas y librepensadoras y, cómo no, en sempiternas quemas de libros. Nunca falla.

En aquellos momentos tan tensos, los servicios secretos militares franceses interceptaron una carta enviada a la embajada prusiana en París, en la que se desvelaban secretos del estado francés de alta importancia.

En un tiempo récord, se demostró (falsamente), se acusó y se condenó por espía al capitán Alfred Dreyfus, un ingeniero politécnico alsaciano… y judío. La víctima propiciatoria de un sistema corrupto, caduco, inservible y, obviamente, antisemita. Quizás les suene de algo, o no… que lamentablemente será lo normal.

Convenientemente manipulada, la opinión pública secundó la sentencia con el fervor patriótico acostumbrado. En un impulso archinacionalista propio de la imbecilidad inducida y de la falta de cultura, se convocaron manifestaciones para “lapidar” al militar felón y ya, de paso, se condenó a todas las judías a la hoguera. El totum revolutum de toda la vida que pagan las de siempre. Nada nuevo bajo el sol de la estulticia.

Como no podía ser menos, la cobarde clase política de la época no se atrevió a oponerse al duro movimiento de extrema derecha que lideraba el auto de fe, que, de paso, fue fervientemente apoyado por la gran mayoría de la prensa que encontró en el escándalo una buena manera de vender más papel. Hay cosas que nunca cambian.

Dreyfus, que siempre clamó su inocencia, fue condenado a cadena perpetua, a degradación pública (a la turba siempre hay que darle un roñoso hueso con el que entretenerse) y enviado a la Isla del Diablo, un asqueroso e inmundo trozo de roca infestado de cocodrilos y de mosquitos a 11 kilómetros de la costa de la Guyana francesa.

Al poco tiempo del envío de Dreyfus a la muerte lenta, el jefe del contraespionaje francés (coronel Georges Picard) demostró que el verdadero traidor no era otro que un tal Ferdinand Walsin Esterhazy, un comandante que entró en la carrera militar “por la puerta trasera”. A pesar de las evidencias, el Estado Mayor se negó a revisar la condena, intentó sofocar la desvergüenza, destinando al verdadero culpable a un puesto en las colonias norteafricanas. Otro clásico.

Pero la constancia de la familia que siempre creyó en la honorabilidad del capitán, la valentía del periodista anarquista y judío, Bernard Lazare, que nunca dejó de investigar, y el definitivo compromiso del autor de Germinal lograron invertir el curso de la historia.

El 13 de enero de 1898, el escándalo se hizo público mediante la publicación del “Yo acuso” de Zola en L’Aurore, el único periódico que tuvo la dignidad de ser honrado.

Émile Zola tuvo el arrojo de levantarse contra la maquinaria del Estado, el valor de denunciar una injusticia y, sobre todo, el valor de gritar alto y fuerte toda la verdad. En definitiva, fue consecuente con lo que pensaba y sentía. Una anomalía entonces, una aberración ahora.

El problema es que, a día de hoy, nadie ve el momento de tomar el relevo al autor de la “Bestia humana” y de “El vientre de París”, aunque no falten ni motivos ni brutales agresiones contra el género humano; es decir, contra nosotras mismas. Pero no, calladitas nos sentimos más resguardaditas, más en seguridad, como si no mirar hacia la lluvia nos impidiese mojarnos.

¿Penoso? Quizás…pero en esas estamos.

Si tan sólo nos quedase una pizca de conciencia (o de vergüenza, a elegir) no dudaríamos ni un segundo en exigir lo que de derecho NOS pertenece y que nos están arrebatando con total impunidad.

Por ello, y tomando partido hasta mancharse, este H2SO4 también acusa…

Acusa que hoy el capitán Alfred Dreyfus es una educación que no incluye a todo el alumnado y diferencia en el trato (¿segrega?) a algunas alumnas por falta de recursos y de voluntad política.

Acusa que la sanidad galopa hacia el modelo trumpiano en el que sólo será debidamente curada quien tenga medios económicos para ello.

Acusa que la justicia se encuentre tan absolutamente saturada y tan escandalosamente falta de medios que resulta imposible trabajar.

Acusa que se asesine el medio ambiente ante la indiferencia generalizada para mayor provecho de unas cuantas. Una suerte de constante huida adelante hacia el suicidio colectivo que todas servilmente permitimos.

Acusa que permanezcamos neutrales, es decir, de ser cómplices ante la brutal subida del antisemitismo.

Acusa que se condene a la hoguera a todas las que se atreven a disentir.

Acusa que Alfred Dreyfus también son las asesinadas de Charlie Hebdo por su compromiso con la libertad de expresión y que, sin embargo, se ven difamadas hasta en sus tumbas.

Acusa que los cuerpos de seguridad (bomberos incluidos) estén cada vez más mermados de medios, aunque superan esa hemorragia de recursos con el triple de trabajo y una profesionalidad infinita que raramente agradecemos.

Acusa que Alfred Dreyfus sean también los millones de personas que mueren en un discreto e infame segundo plano, víctimas de guerras olvidadas o del éxodo que provoca el hambre o la crisis climática.

Acusa que a nadie le hierva la sangre el premeditado e interesado asesinato de las kurdas que lucharon contra el Daesh.

Acusa que Alfred Dreyfus sean también esas decenas de miles de jóvenes que, tras años de duro esfuerzo y arduos estudios hiperespecializados, se ven abocadas a servir copas en verano o a exiliarse a países lejanos… hecho este que a todas nos parece de lo más normal y que, por cierto, permitimos alegremente. Al parecer, el hecho de que nos descapitalicemos de tanto conocimiento es un hecho menor. Definitivamente, somos gilipollas.

El Caso Dreyfus se sigue repitiendo. Una y otra vez. Sin cesar. Como en un macabro día de la marmota. No aprendemos. Lamentable.

¿Pero de verdad creen que las cosas iban a cambiar con la llegada de las tablet, los teléfonos inteligentes y de los autónomos coches eléctricos? Pues no, la burra vuelve al trigo con el mismo entusiasmo de la primera vez.

De nuevo nos encontramos en una sociedad de dudosa capacidad de razonamiento y con un tamaño humanitario tan mínimo que hasta la RAE (que describe y nunca prescribe) debería borrarlo del María Moliner. Por pura higiene ética. En este escenario repetido de mil y una veces (semos ñus, de nuevo queda patente) las comodonas imbéciles, eunucas mentales de decidida vocación, continuamos a lo nuestro. Sin salirnos de la fila, seguimos el fatídico sonido del cencerro del manso que nos guía hacia la arena del coso. En el corto camino que nos separa del criadero al matadero, buscamos con afán y descerebrado ahínco al Alfred Dreyfus de turno al que mandar a la Isla del Diablo con tal de esconder nuestras propias miserias. Asco y desesperanza.

¿Todo está perdido, entonces? Bueno, cierto es que, desafiando los muros de la intolerancia y las concertinas de la sinrazón, de cuando en vez aparecen [escasas] figuras que, levantando voz y pluma, denuncian injustas inmundicias, y el incesante intento de las que mandan de verdad de devolvernos a los tiempos de las arenas de Roma. A estas valientes, generalmente, se las alaba y reverencia… obviamente desde lejos y amparadas en un cómodo anonimato de salón, no vaya a ser que se nos relacione con tanta radicalidad que osa pedir lo justo. Y sí, somos capaces de llegar a tan menos. De puta pena.

Hoy, ya han transcurrido casi 122 años de la publicación de la carta abierta del autor de la novela Germinal en la portada de L’Aurore denunciando la conspiración contra el inocente Dreyfus. Sin embargo, en 2019, la proporción de Zolas sigue siendo tan escasa como entonces, la de las manipuladoras se mantiene y la de las castradas mentales va en aumento. La ceguera social es imparable.

Sin duda, Émile Zola con su “J’accuse” fue también, en su momento, una aberración social y una anomalía sociológica en mitad de una esclavitud consentida por todo rebaño que se precie. Vergoña.

Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene. Puede elegir ser Zola o ser “las demás”. La elección sólo depende de usted. Pero si, como todo apunta, sigue prefiriendo mirar para otro lado y seguir los caminos que llevan a Roma, no venga llorando cuando las cadenas le ahoguen y sólo le dejen respirar con el fin de seguir siendo rentable; para entonces ya será tarde. Me reafirmo, semos ñus.

Así que, mientras aún esté a tiempo, al igual que el escritor parisino y por supervivencia, empiece a denunciar esos grilletes que le encadenan cada día más. Pero si lo suyo es la revolución de barra de bar, al menos atrévase a abrir los ojos y no escupa sobre quien sí tiene el arrojo de hacerlo por usted, como sigue siendo costumbre. Con ese acto tan radicalmente revolucionario [ironía, mamá, ironía] de no apedrear al contador de evidencias, bien se conformaría este H2SO4.

Un apunte final: si tiene la tentación de replicar con gruesa voz y risa boba que de utópicas ilusiones también se vive, aclararemos que Alfred Dreyfus fue finalmente declarado inocente por el tribunal supremo galo y rehabilitado en su empleo en 1906. Ahora le toca a usted decidir si quiere seguir siendo una atrofiada normalidad o una aberración librepensadora.

De nuevo, nada más que añadir, Señoría.

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