Los raseros son diferentes porque la aplicación es humana y la humanidad nos hace fallar en virtud de lo que somos o creemos. El rasero ha hecho que se recurra la sentencia de Pantoja, porque hay quien piensa que por qué no lleva su actuación aparejada la misma pena que Zaldívar. Es, más o menos, la misma canción que tararea Diego Torres, sobre porqué su mujer sí y la de Urdangarin, no.
El paro, ya ven ustedes, es casi lo único que nos unifica en tierras patrias, sobre todo si somos andaluces y por más ende, gaditanos, que nos creemos reyes del planeta y nacidos del esperma de Neptuno, pero que de cada dos, uno está en paro y el otro en vías de recoger la cartilla.
No importa que seas empresario o agricultor, que cantes los mejores estribillos en el Falla o que te bañes en octubre en la Caleta, porque el paro te llega, mamándote esperas interminables ante el televisor, acordándote de toda la saga de antepasados, del que te puso de patitas en la calle, para no llevarte nada a la boca y verte abocado a buscar debajo de piedras ostioneras , que pisaron los fenicios , con chancletas griegas. Lo del paro, de tan manido, nos asusta tan poco como que en Melilla salten la valla o vayan armados por palos y cuchillos , porque saben bien las fuerzas de seguridad, que se fajan los machos como los toreros cuando van a la plaza, que lo único que les impulsa a saltar y no hablamos de las mafias que son el equivalente patrio a los corruptos, sino a los que van en alpargatas, es que tienen el pensamiento, quizás no tan descabellado, de que se está mejor en una cárcel española que siendo entregado en caliente a las autoridades marroquíes en la misma playa.
Las pateras no nos gustan a los gaditas más que para pescar en pobre o para pasear a los niños en un día de playa con los cuñados y los viejos, cuando ha habido condumio y hemos estado de fiesta, porque nos hemos estirado el pellejo y el dinero ha llegado para comprar una en el Pryca. Pero nunca hemos pagado los 600 o mil euros que cobran por ella los impresentables de las mafias para que cuatro desgraciados se la jueguen en el Estrecho, los cojan como a pollitos, cuando la mar se encabrita y encima los siembren sin tierra, en un desierto perdido, para más inquina.
Viéndolo a visión de pájaros, todos estamos metidos en el mismo barco de estiércol: los guardias civiles sin pagas extras y con la peligrosidad del oficio, a pie de garita, metida en la escarcha de los huesos; los africanos con las suelas de los pies gastadas, de carne mulata, de atravesar miserias; las vallas que nos separan por países, a los de aquí y los de allá, el hambre que cabalga contenta y el paro que nos ahoga, que nos hierve la sangre , que nos radicaliza , porque nos hincha las venas.
Las aseguradoras de este país saben de fraudes y estafas, también los bancos suizos, pero algunos sólo vemos personas que sufren, sin razas, sólo lágrimas de cristal sobre la arena, sudor verde de uniforme de picoleto, cuellos tiesos y gorras aspirada por menos, muchas veces menos de mil euros, lo que pagan los africanos –cada uno– por un pasaporte al paraíso, que se desluce y empobrece, paraíso sin Adán, ni Eva, sólo foto de cartón piedra, falla austera que arde por los cuatro costados por los contenedores quemados en las huelgas, con los de Navantia pidiendo carga de trabajo sin que los sordos escuchen la cantinela.
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