Hemos fabricado un mundo políticamente correcto, y, por consiguiente, ser políticamente incorrecto es un gran problema. A veces, se convierte en un peligroso problema. Pero lo cierto es que cambiar de nombre las cosas no modifica su naturaleza, pero, también es cierto que debemos llamar a cada cosa por su nombre para evitar equívocos y ambigüedades, y que se sepa con claridad a lo que nos estamos refiriendo. Ninguna idea verdadera puede decirse sin palabras hechas a su medida. Las palabras adecuadas y perfectas hacen que no nos llegue el efecto de lo real, sino lo real mismo. Esa es la diferencia entre realismo y realidad. De todas formas, hay quienes prefieren creer lo que ‘quieren ver’ y no lo que ‘está ahí a la vista’. En este caso, cuando se trata de negar la realidad, no se debe descartar que la ideología ande por medio. A este respecto, se debe conceder que en este mundo fabricado a la medida de esa ideología corrosiva como es el multiculturalismo, acaso, lo políticamente correcto pueda ser tenido en cuenta –por aquello de que no te rompan la cara– como base para la convivencia, pero, eso sí, nunca puede ser utilizado para coartar la libertad individual. O, al menos, no debería. Finalmente, no es ir demasiado lejos cuando se afirma que lo políticamente correcto es una enfermedad del pensamiento.
En esta ciudad de nuestras entretelas, Ceuta, debido, por un lado, al carácter heterogéneo de la población, y, por otro, al victimismo que una parte de esa población saca a pasear cuando menos te lo esperas, el ciudadano se ha acostumbrado a ‘cogérsela con papel de fumar’ cuando hace alusión a ciertos ‘problemas’ que agobian a nuestra ciudad, ya que una gran parte de esos problemas son causados por elementos de una de las comunidades que forman el tejido social ceutí. Ejemplo de lo políticamente correcto, entre otros muchos, es cierto, lo pudimos escuchar en La Voz de El Faro, programa que la Cadena Cope local emitió el lunes 16 de diciembre pasado. En él, como casi siempre, los tertulianos se enfrascaron en las tropelías que se cometen en nuestra ciudad, ya saben, tiros, asesinatos, bandas, agresiones, etcétera. Cada tertuliano sostuvo y argumentó, en la medida de lo posible, su opinión al respecto. Incluso, intervino a través del teléfono un asiduo oyente del programa, guardia civil jubilado, para dar su opinión sobre los sucesos violentos que suceden en Ceuta. Pues bien, Rafael Montero, uno de los tertulianos, manifestó, sorprendentemente, que “cualquier niño del Príncipe sabe dónde están las pistolas”. A continuación dijo que si le preguntas a alguien “¿quién manda aquí?”, te dicen “Pepito, Juanito… Mohamed”. He puesto puntos suspensivos porque el mismo Montero se dio cuenta de que los que “mandan aquí” (en el Príncipe) no son Pepito y/o Juanito. Primero, porque pocos Pepitos o Juanitos viven ya allí; y, segundo, porque si en verdad los que mandaran allí fueran Pepito y/o Juanito, los mismos residentes ya los habrían denunciado en voz alta y con todas las de la ley. Cosa que, quizá, no sucede porque se llamarán, presuntamente, Mohamed, Abdelazis o con cualquier otro nombre islámico. Por lo tanto, Rafael Montero hizo una leve pausa (de ahí los puntos suspensivos) cuando, en efecto, se dio cuenta –porque iba de políticamente correcto– de que en ese barrio difícilmente algún Juanito y/o algún Pepito podrían ser los que “mandan aquí”, y tal vez con mucho esfuerzo, y comprendiendo que estaba pisando lava, dijo, después de la ligerísima pausa, ¡al fin!, “Mohamed”. He aquí los efectos desastrosos y ambiguos que lo políticamente correcto puede ocasionar en la comunicación interpersonal y en la meridiana comprensión de la verbalización de un pensamiento.
Ahora, en el Príncipe Alfonso, empieza el año con un acto vandálico: destripan una centralita de telefonía. Supongo que a nadie se le ocurrirá decir que es obra de Pepito o de Juanito. Pues bien, lo llamativo de la noticia publicada en este medio, el viernes día 3, es que el presidente de la citada barriada y otros residentes se “lamentaron que tengan que quedarse sin conexión a Internet y línea de teléfono porque las empresas y las autoridades ignoran sus llamamientos para que procedan a su reparación y mejora”. Vamos a ver: si el destrozo fue llevado a cabo el día anterior a la publicación de la noticia en El Faro, es decir, el día 2, ¿cómo es posible que la queja del presidente y ciertos vecinos se dirijan, ¡al día siguiente!, a las empresas y a las autoridades (¡cómo no!) porque “ignoran sus llamamientos para que procedan a su reparación y mejora”? Pienso que las quejas deberían haber puesto el acento en esos vándalos que han sido los que han causado el desaguisado. Pero claro, vuelve a salir el victimismo y los culpables son los demás (empresas y autoridades), no esos vándalos que viven ahí, en la barriada, y, por tanto, se me hace muy, muy cuesta arriba que nunca puedan ser identificados por el vecindario. Insisto, si hubiesen sido Pepito, Juanito o David ya estarían identificados hace tiempo.
En fin, todo lo escrito más arriba, repito, es prueba fehaciente de los destrozos que el lenguaje políticamente correcto y el victimismo causan en la relación interpersonal y en la comunicación misma. Así, “estamos aplastados, escribe Javier Marías, o sofocados por la plaga atroz de lo políticamente correcto”.