Desde que en 1995 Daniel Goleman publicara su libro ‘Inteligencia Emocional’, basado en los trabajos de Mayer y Salovey (1990), el concepto de inteligencia cambió definitivamente de paradigma y surgieron nuevos modelos que incluían, además de las tradicionales capacidades cognitivas o intelectuales, múltiples habilidades innatas (aunque modificables por experiencia) que nos ayudan a adaptarnos al entorno y a sus demandas. Según Howard Gardner (1983), son siete: inteligencia lingüística, lógico-matemática, espacial, corporal-kinestésica, musical, ecológica, interpersonal e intrapersonal. Estas dos últimas se relacionan con las habilidades sociales y la gestión emocional, respectivamente, formando parte del concepto de inteligencia emocional, que no es más que la capacidad para reconocer y controlar las propias emociones, compartirlas, reconocer las emociones ajenas, empatizar con ellas y automotivarnos para relacionarnos óptimamente con los demás.
Si bien estos aspectos son tan importantes o más que las capacidades intelectuales para alcanzar una vida plena, siguen siendo descuidados por el actual sistema socioeducativo (centrado casi exclusivamente en las habilidades cognitivas) y preocupantemente ignorados en la atención a personas con discapacidad intelectual o del desarrollo. Que estas personas presenten ciertos déficits en algunas de las antedichas inteligencias, no quiere decir que no puedan aprender (o les privemos del derecho) a expresar y manejar sus emociones y sentimientos, y a mejorar sus habilidades sociales. Por ello, es nuestra obligación como sociedad fomentar estas enseñanzas desde edades tempranas, contribuyendo a mejorar la autoestima, el capital social y el desarrollo integral, para así lograr la plena inclusión de las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo.
Así mismo, a pesar de los cambios conceptuales y avances sociales que se están produciendo en las últimas décadas, aún se hace excesivo hincapié en mejorar sus habilidades intelectuales (manejo del dinero u orientación espacial) y psicomotrices (desplazamientos y autocuidados) en detrimento de trabajar sus habilidades sociales y emocionales. Por ello, es necesario dejar ya atrás el modelo asistencial en el que la persona es mera receptora de recursos para terminar de implantar otro en el que participa incluso en el diseño de los apoyos que recibe y está situada en el centro de todo el proceso, un modelo basado en un enfoque centrado en la persona y en la familia y en el contexto natural (hogar, escuela, comunidad…). Por ello, desde Plena inclusión Ceuta se aboga por la prestación de apoyos orientados y centrados en cada persona, en su calidad de vida y sus derechos, para así cultivar, fomentar y mejorar su inteligencia emocional.
Diversos estudios han demostrado que la formación en habilidades socioemocionales aumenta la conciencia emocional y optimiza el manejo de los sentimientos y el control de los impulsos, propicia y facilita las relaciones sociales y, con ello, adquieren mayor seguridad en sí mismas, más autoestima y empatía, y mejoran el rendimiento académico y laboral, entre otros aspectos, contribuyendo con todo ello a mejorar la calidad de vida y a incrementar el estado de felicidad general de las personas.
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