Opinión

Insultos parlamentarios

Decía el filósofo griego Plutarco hace más de 2000 años (fue el primer cronista parlamentario) que la oratoria debe ir acompañada de cierto grado de ironía, si no, no es tal oratoria. Y añadía, que Cicerón cuando hablaba mortificaba a sus adversarios con expresiones hirientes; pero nunca ofensivas, ni difamatorias, ni calumniosas ni insultantes. Y es que en la antigüedad hubo magníficos y perfectos oradores que dominaban la retórica, la sátira y el ingenio locuaz, aunque siempre enmarcando sus palabras dentro de una exquisita educación y fina elegancia. Esas eran las armas legales más poderosas y arrojadizas que entonces los políticos utilizaban contra sus contrincantes en los foros democráticos de debate.

Entre los españoles, como latinos que somos, nuestra característica más singular es que somos demasiado vehementes debatiendo y discutiendo. Nos hierve la sangre, se nos calienta la boca y tenemos la lengua larga y afilada, escapándosenos por ella toda la fuerza, a pesar del viejo refrán que dice:“por la boca muere el pez”. Pero esa locuacidad tan fogosa nuestra, se acentúa todavía más en nuestros políticos en cuanto llegan las elecciones, ya iniciadas con las andaluzas, en las que han marcado una clara desafección a las urnas. El electorado está ya harto de tanta corrupción en los partidos, de oír insultos entre políticos y de que se le engañe.

Debería ser normal que los políticos se comportaran como ejemplares competidores demócratas y civilizados que rivalizan entre sí por obtener más votos, más escaños y mayor representación popular por cada partido y cada ideología. Todo eso es perfectamente legítimo. Pero el mero hecho de tener que competir en las urnas, nunca debería llevar a los políticos a tenerse por enemigos irreconciliables. Todas las posiciones que democráticamente se defiendan, también son muy legítimas. Por distintos caminos puede llegarse a la misma meta. Por eso hay que dialogar, llegar a acuerdos debatiendo, razonando, cediendo en algo todas las partes, anteponiendo siempre mesura, tolerancia, sensatez, sentido común y el bien público; sin perjuicio de que cada uno defienda la parte de razón que crea tener, incluso con énfasis y tesón. Pero siempre con la debida compostura, sin perder los papeles, guardando las formas, la cortesía, el mutuo respeto y la buena educación.

En política, como en casi todos los aspectos de la vida, se debe saber ser, estar y también perder y ganar. No hay que ver a los demás como enemigos irreconciliables por el solo hecho de discrepar o creer que sólo nosotros estamos en posesión de la verdad absoluta, o que somos los únicos buenos y los demás los malos a los que hay que tirarles a degüello con la lengua, lanzándole improperios e insultos sólo por no pensar igual. Ejemplo de ello, ha sido el bochornoso espectáculo vivido semanas atrás en el Congreso, en el que un diputado de sobra conocido por sus extravagantes intervenciones, espetó a otro: “Es usted el ministro más indigno de la historia”, llamándole “hooldigan” y otras auténticas burradas y brutalidades propias de su incivilidad; forzando al ministro a contestarle: “usted es esa mezcla de serrín y estiércol, que es lo único que produce”.

Y luego vino el repugnante “escupitajo” que el mismo ministro dijo haber recibido de otro diputado separatista al pasar a su altura que, si fue cierto, sería lo más asqueroso, indigno y vergonzoso que en el Congreso puede hacerse. Haría falta ser maleducado y fanático de su causa para comportarse así. De ser verdad, habría que traer aquí a colación al que fuera primer ministro británico, Winston Churchil, para que le repitiera aquello de: “Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión, y tampoco quiere cambiar de tema”. Y es que, cualquiera que se atreva a expelerle a otro por su sucia boca tan repulsiva secreción, no cabría sino calificarlo como se dice del filósofo griego Diógenes, que tan abandonado era en su comportamiento personal y social viviendo bajo su propio síndrome de coleccionar basura.

¿Qué necesidad había de llegar a extremos tan radicales?. Con lo rico que es el idioma español en palabras correctas y elegantes, incluso pronunciadas con ironía que pueda producir en el difamador el mismo efecto de reproche y recriminación que él crea con sus propias palabras, pero sin necesidad de verter tales exabruptos incultos e ineducados, propios de gente estúpida y grosera. Ahí es donde se ve si un político es competente o simplemente un mediocre y vulgar deslenguado.

Cuánto se echan ahora de menos aquellos antiguos diputados maestros de la oratoria y la dialéctica, que sabían poner en su sitio a sus ineptos oponentes sin necesidad de ofender ni insultar, como eran, por citar sólo algunos, aquellos perfectos caballeros de la palabra, y señores de la educación y la cortesía parlamentaria, como fueron el elocuente extremeño Donoso Cortés, Salmerón, Pi i Margall, Argüelles, Canalejas, Azaña, Concepción Arenal, etcétera.

Por el contrario, un parlamentario que no tenga más argumentos para debatir y convencer que ofender o escupir a otro, además de descalificarse a sí mismo, hiere la dignidad de quienes pagamos al Erario Público, del que los diputados mensualmente perciben entre 7.000 y 9000 euros; como igualmente denigra y ridiculiza al propio segregador y a la relevante institución que representa: el Congreso de los Diputados, templo de la soberanía popular, de la libertad y de la democracia.

Pues veamos a continuación algunos ejemplos de la forma elegante de expresarse con fina y mordaz ironía que aquellos antiguos políticos sabían utilizar, sin necesidad de tener que ser rudos, toscos, mediocres y deslenguados. Durante la II República se tramitaba en el Congreso la ley de divorcio. El diputado Ossorio y Gallardo se lamentaba en la tribuna de oradores: "¿Qué vamos a hacer con nuestros hijos? ¿Qué será de ellos?". El diputado Pérez Madrigal se sintió obligado a recordarle desde el escaño: "Por el momento, al hijo de su señoría le acaban de nombrar subsecretario" (por recomendación).

Siendo diputado Miguel de Unamuno, había en el Congreso un grupo de diputados muy alborotadores, de esos ineptos, que suplen su falta de cualificación incordiando y armándola por todo. José Ortega y Gasset, harto ya de aguantarlos, un día les espetó desde la tribuna:“dejen su señorías de comportarse con tan impertinentes vocingleos, interrupciones, abucheos, violencia en el lenguaje o en el ademán, porque parecen ustedes jabalíes. Y hay tres cosas que no podemos hacer aquí¬: el payaso, el tenor, y el “jabalí”. Fueron luego apodados: “grupo de los jabalíes”, por su violencia, zafiedad y ordinariez. Un día, cinco de ellos abordaron a Unamuno en el pasillo, y uno le dijo: “don Miguel, aquí tiene usted a los cinco jabalíes. Usted es el mejor jabalí¬ de la Cámara”. A Unamuno, no le hizo ninguna gracia, y contundentemente les replicó: “Imposible. Yo voy solo. Y son los cerdos los que van en piara”.

El diputado Juan de la Cierva le soltó en un debate a José Sánchez Guerra: «¿Pero qué se puede esperar de su señoría, si es usted diputado por Mula?». Y Sánchez Guerra de inmediato le respondió: «Pues anda que de su señoría, que lo es por Cabra». También sobre Cabra, en el Régimen de Franco, el que fuera uno de sus ministros más destacados, José Solís, dijo un día desde la tribuna del Congreso: “Porque díganme sus señorías, ¿para qué demonios sirve hoy en día el latín?. El procurador de aquella legislatura Adolfo Muñoz Alonso, desde su escaño se levantó y le replicó: “De entrada, señor ministro, sirve para que a su señoría le podamos llamar egabrense (era también de Cabra), y no otra cosa más fea”. Conste que tanto a Mula como a Cabra y sus ciudadanos los tengo por tan dignísimos como a los que más. Las malévolas ironías semánticas de algunos políticos, nada tienen que ver con la forma de ser de sus gentes.

José Mª Gil Robles, pronunciaba un discurso en el Congreso el año 1934 desde el estrado. según explica el ya fallecido cronista parlamentario Luis Carandel en su libro: “Se abre la sesión”. Desde lo alto del hemiciclo, salió una voz de la bancada de la oposición que pareció ser Indalecio Prieto, diciéndole en alto: “Su Señoría es de los que todavía llevan calzoncillos de seda”. Se oyeron risotadas, murmullos y griteríos. Gil Robles esperó a que las aguas se calmaran. Y cuando ya se hizo el silencio, se dirigió al diputado que le había interrumpido y le replicó de forma tan fina y elegante como sólo él lo sabía hacer: “No sabía yo que la esposa de su señoría fuera tan indiscreta”.

Cánovas del Castillo, ex presidente del Consejo de Ministros, tenía un gracejo malagueño especial. En cierta ocasión le visitó una comisión de mujeres para hacerle una petición. La que encabezaba el grupo, consciente de las molestias que les estaban dando, se disculpó diciéndole: “¡Ay don Antonio!. No se enfade por tantas molestias como le estamos dando”. A lo que Cánovas contestó: “Señora, nunca me enfado por lo que me piden, sino por lo que me niegan».

La fina y mordaz ironía parlamentaria suele darse igualmente en los parlamentos extranjeros. En la Cámara británica de los Comunes, Winston Churchil era interpelado por Lady Astor, primera mujer que ocupó un escaño. La fémina estaba muy alterada, y le soltó: “Si usted fuera mi marido, le echaría veneno en el té”. Y Churchil sin inmutarse le replicó: “Señora, si usted fuera mi esposa…me lo bebería” (de lo harto que estaría de aguantarla). Y Manuel Hazaña, al reprender a otro diputado que acababa de cometer una grosería en su intervención, le amonestó, diciéndole: “Perdóneme que me sonroje en nombre de su señoría”.

Yo estoy seguro, que si toda la fuerza que a los políticos viperinos se les escapa por la boca y todo el ímpetu que ponen en enzarzarse, zarandearse y perder el tiempo en disputas partidistas y luchas estériles, lo aprovecharan en gestionar y resolver de forma eficiente los distintos problemas que los ciudadanos tienen, pues anda que no iba a mejorar nada la calidad de vida de los ciudadanos, tal como en las elecciones tanto nos prometen, pero que luego nunca cumplen. Para pedir el voto, qué condescendientes y solícitos están ofreciéndose; pero en cuanto ganan el escaño, se olvidan de lo prometido, y hasta dentro de otros cuatro años, creyéndose que son los ciudadanos los que tienen que estar a su servicio, cuando son los políticos los que deben estar al servicio del pueblo, que es el que les paga.

Y lo que no puede ser, es que en cada asunto que tenga que debatirse en el parlamento nacional, en los autonómicos o en los consistorios locales, casi todo se politice de forma que el foro de discusión se convierta en disputas partidistas y en cuestiones personales lo más parecidas a una pelea de gallos o a un combate de boxeo en el ring, en cuyos foros con demasiada frecuencia se prodigan insultos, descalificaciones personales, el todo vale y el “…y tú más”, con tal de tumbar al oponente o ridiculizarlo, polemizando por todo y convirtiendo cualquier asunto en arma arrojadiza de los unos contra los otros.

En uso del derecho a la libertad de expresión y de opinión, cada uno es muy libre de manifestar sus ideas, sus criterios y sus postulados, porque toda idea, como producto del humano entendimiento, siempre debe ser muy respetable y respetada. Pero no se puede confundir libertad con libertinaje. Los derechos constitucionales no son ilimitados. Y lo que menos soportamos los sufridos electores es ver cómo a quienes hemos otorgado nuestra representación para que resuelvan los problemas, en muchos casos se aprovechen en su propio beneficio o para crearnos más problemas todavía que los que había, en lugar de resolverlos.

No se imaginan la cantidad de improperios, exabruptos, ofensas, insultos, e incluso expresiones de las más soeces, que con sólo leer los libros de sesiones de los distintos foros parlamentarios se pueden encontrar, y que aquí he querido omitir las más gruesas para no herir la sensibilidad de los lectores.

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