Barcelona es un marco ideal para casi cualquier cosa, y aunque esta cinta dé muy poca opción a los escenarios exteriores, el cine es una de ellas. Álex y David Pastor, osados cineastas que irrumpen con fuerza y descaro en un mundo del cine que se presenta en España casi tan devastado como la temática de sus historias (sólo eso ya merece admiración), son catalanes con formación fílmica estadounidense, y plantean en este enclave un proyecto ambicioso sin necesidad de grandilocuencias, bien armado, con buenos diálogos, situaciones atractivas para el público y unos actores en estado de gracia que transmiten enorme química.
Cuando el planeta comienza a verse afectado por una especie de virus que provoca una incontenible sensación de agorafobia galopante (con la única explicación al hecho del “by the face”, primera de las pegas que quien suscribe le encuentra a la obra), las ciudades se van convirtiendo paulatinamente en búnkeres subterráneos de supervivencia a salvo del exterior y casi de la luz solar. Comodidades tecnológicas van dejando de sernos de importancia o utilidad y la población busca como absoluta prioridad por túneles y subsuelos la forma de reunirse con sus seres queridos, mucho más creíble que el típico héroe de saldo que pretenda solucionar la papeleta, algo que en este caso parece complicado, ya que el origen como he mencionado nos es desconocido.
Este estado de situación límite sorprende a Marc (Quim Gutiérrez, bien en su papel) y a Enrique (José Coronado, brillante madurez profesional) llevándose muy mal en la oficina, empleado informático el primero y tiburón contratado para hacer recortes de personal el segundo. Ambos no tendrán más remedio que colaborar para lograr un fin común una vez que se desata el desastre apocalíptico.
La evolución de los personajes y lo que vamos conociendo de ellos, el vínculo emocional que van desarrollando, son el alma del proyecto, el detalle que aporta la tercera dimensión y el elemento que abre la puerta a que apreciemos cómo la necesidad de supervivencia despierta en las personas sus innatos instintos primarios; tanto aquellos más cainitas como los que sostienen que hay esperanza para el ser humano y no todo lo que tenemos dentro es malo (aseveración a veces difícil de creer). Precisamente algún exceso de emotividad es el segundo pero de esta muy recomendable cita con el cine.
El presupuesto de seis millones de euros se antoja alto para una producción patria, pero a la vez hace que la industria hollywoodiense se desternille a mandíbula batiente, sobre todo si tenemos en cuenta el costoso género en el que enmarcamos la historia. Pero los realizadores, con naturalidad y sencillez, aseguran que no ha sido un lastre y que la factura de la cinta no ha necesitado más, porque están muy acostumbrados a ver auténticos dinerales que se gastan en las macroproducciones y no acaban reflejándose en lo que se ve luego en pantalla. La afirmación es mucho más que una declaración de intenciones, es una prueba de que se puede hacer buen cine (porque el resultado es estupendo y técnicamente impecable, sin limitaciones económicas) basándose en talento, buenas ideas y el presupuesto, sea mucho o poco, justo y necesario. Felicidades por tanta sensatez como único derroche y esa descarada ausencia de complejos para llevar a la luz una obra así, no como los americanos, sino mejor que ellos.