Como ya indiqué hace unos días, al tratar sobre el paro, en el periodo transcurrido desde 1934 hasta hoy, se calcula que la población de origen magrebí en Ceuta ha aumentado dieciocho veces, es decir, un 1.800%, lo que demuestra el descontrol producido respecto de entradas y asentamientos irregulares (así lo prueba el hecho de que la de Marruecos, en el mismo periodo, haya subido bastante menos, un 500%), mientras que la de origen hispano, con las minorías hebrea e hindú, pese a haber experimentado normales incrementos en el intervalo, habría acabado por disminuir en la comparativa un 10% (5.000 y pico de personas), ello a consecuencia de .los sucesivos recortes en la guarnición y de una lenta, pero continua migración hacia la Península, provocada, entre otros factores, por la pérdida de los diferenciales que situaban a Ceuta en las más favorables condiciones de competencia comercial.
A partir de dicho cambio en la composición del censo ceutí, suele ser relativamente frecuente oír voces provenientes del sector en alza que hablan de la existencia de “racismo” en Ceuta. Por lo que a mí respecta, y creo que por lo que se refiere a la generalidad de esa mayoría de población que se va reduciendo, no hay tal, aunque, como en toda comunidad, puedan existir contadas excepciones en uno u otro grupo.
No; no es racismo lo que sentimos muchos ceutíes “cristianos”, como se nos suele denominar de modo global. Ni mucho menos. Todos hemos tenido y tenemos amigos, sin importarnos en absoluto ni su etnia ni la religión que profesen. Nuestra actitud ante la evolución demográfica que viene experimentando la ciudad está bien lejos de poseer una raíz racista. A mi juicio, se trata de la expresión de un mero instinto de conservación, del impulso que, ante cualquier posible riesgo, nos lleva a adoptar una reacción de supervivencia, tanto personal como colectiva. Nos duele en el alma que aquello que conocimos y amamos, aquella Ceuta feliz, tranquila, segura, homogénea en cuanto a su población, española y occidental, donde todas las regiones que integran la Nación encontraban su hogar, pierda las señas de identidad que la caracterizan y tienda a convertirse en algo totalmente distinto y ajeno.
Como dicen los expertos en la materia, el instinto de conservación nos advierte del riesgo y nos llama a defender nuestros valores y los del modelo de sociedad en que nos hemos desarrollado, nuestro “hábitat” humano, algo que sociológicamente se define como el conjunto de factores materiales e institucionales (entre ellos, el ambiente social) que condicionan la existencia de una población humana localizada. Desde la prehistoria, los hombres, y también los animales (en la foto, un “perrito de la pradera” de guardia en la boca de la galería subterránea de su comunidad), han defendido con uñas y dientes su “hábitat”. Quizás sea ésta una lucha con escasas perspectivas de triunfo, pero merece la pena, siquiera sea por tratar de mantener la esperanza.
Y conste que la culpa de esta situación no la tienen quienes, desde Marruecos, vinieron a instalarse buscando un mejor nivel de vida social, educativo y asistencial, propio de los países occidentales. La culpa será de los que los dejaron entrar y quedarse. Estos ya están aquí, muchos tienen hijos y nietos nacidos en Ceuta, poseen en su gran mayoría la nacionalidad española y en ese sentido nadie va a discutirles nada a estas alturas, salvo, si acaso, su innata tendencia a diferenciarse, su ocupación privada de suelo público y -en los casos en que ello sucede- la flagrante y al mismo tiempo hiriente ilegalidad que supone el hecho de disponer, a la vez, de documentación marroquí, sin que exista tratado alguno de doble nacionalidad que lo autorice.
Eso sí; hay que vigilar con extremo celo cualquier nuevo intento de asentamiento, porque ya somos demasiados para un lugar tan limitado y tan condicionado por una más que singular problemática geopolítica, económica y social.
Y ahora, que nos sigan llamando “nostálgicos” de una Ceuta que no volverá. No importa, porque siendo nostálgicos, nuestro instinto de conservación nos hace mirar hacia delante. No nos limitamos a añorar el pasado, sino que, al mismo tiempo, pretendemos que el porvenir de esta ciudad y de quienes vienen detrás de nosotros no difiera demasiado de aquel apacible ayer.
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