La proliferación de pequeños robos, atracos y tirones está generando una inseguridad a caballo entre lo subjetivo y lo real que se extiende cada vez más entre la población. Contra la misma se puede optar por dos respuestas: la primera, intentar redibujar el organigrama que en materia de seguridad se está poniendo en marcha acercándose más al ciudadano para que, precisamente, cuente con una, al menos impresión, de que el policía está cercano con lo que descendería el temor a ser víctima de un delincuente. La segunda es negar que se producen estos delitos porque no se traducen en la presentación de las denuncias oportunas y mirar hacia otro lado. Una lectura que se resume a un juego tan perverso que puede ir en contra de quien lo pregona. Si aireamos que todo está tranquilo porque nos basamos en las estadísticas olvidaremos una repunte delincuencial que existe y que la población lo ve y lo sufre. La crisis, la falta de contundencia con la delincuencia perpetrada por menores y la ausencia de patrullas policiales de calle en mayor número inciden en una situación que urge de un control mayor. Los resultados, ante esa falta, se están viendo cada día.