El grado de sinvergonzonería que puede alcanzar una persona cuando dispone de un cargo puede llegar a límites insospechados. Cuando carentes de formación llegan a ocupar un puesto a dedo caen en el error de creerse que mandan más que un consejero y empiezan a adoptar actitudes despóticas contra quienes tiene por debajo. Son los infelices con cargo, esos que llegaron a formar parte de un proyecto político porque supieron estar en el momento oportuno, ejerciendo el peloteo obligado y así, sin ningún otro esfuerzo, han conseguido un puesto de director general, de gerente o de asesor. Para que me entiendan, están donde están simplemente porque han caído en gracia al mandamás de turno o porque han sabido estar en esos momentos en los que los criticados necesitaban cariño en forma de adulaciones.
Sus puestos son erráticos, porque errática es su forma de trabajar. Se equivocan porque sencillamente nada saben del puesto encomendado pero eso es algo que no reconocen, de ahí que terminen adoptando una serie de tratos dictatoriales con los sufridos colegas y subordinados con los que les ha tocado trabajar. Esa coacción, ese tipo de presión en mi pueblo se llama acoso, aquí no sé con qué historia se disfraza. Es un acoso psíquico en toda regla y tiene como víctimas no sólo a los trabajadores que el colocado tiene a su vera, sino también a todo aquel que choca en el camino de estos esperpentos de la política.
Mucho debería cuidarse la institución pertinente en mantener este tipo de acosadores con forma de vividor colocado en nómina, aquellos que carentes de formación, terminan creyéndose el rey del mambo y atosigan y mancillan a todo el que pillan por delante. Esos acosadores a los que encima pagamos con dinero público gozan de un cargo que les hace creerse por encima del bien y del mal, teniendo a sus subordinados molestos buscando un apoyo sindical que es complicado de prestar.