Señor obispo, en internet circula entre la juventud católica una especie de poema reivindicativo, que antes atribuían al beato Juan Pablo II, y ahora a nuestro papa Francisco. En realidad no es de ninguno de ambos pero su léxico y contenido les cuadra perfectamente: “Necesitamos santos sin velo, sin sotana. Necesitamos santos de jeans y zapatillas. Necesitamos santos que vayan al cine, escuchen música y paseen con sus amigos. Necesitamos santos que coloquen a Dios en primer lugar y que sobresalgan en la Universidad. Necesitamos santos que busquen tiempo para rezar cada día y que sepan enamorarse en la pureza y castidad, o que consagren su castidad. Necesitamos santos modernos, santos del siglo XXI con una espiritualidad insertada en nuestro tiempo. Necesitamos santos comprometidos con los pobres y los necesarios cambios sociales. Necesitamos santos que vivan en el mundo, se santifiquen en el mundo y que no tengan miedo de vivir en el mundo. Necesitamos santos que tomen Coca-Cola y coman hot-dogs, que sean internautas, que escuchen iPod. Necesitamos santos que amen la Eucaristía y que no tengan vergüenza de tomar una cerveza o comer pizza el fin de semana con los amigos. Necesitamos santos a los que les guste el cine, el teatro, la música, la danza, el deporte. Necesitamos santos sociables, abiertos, normales, amigos, alegres, compañeros. Necesitamos santos que estén en el mundo y que sepan saborear las cosas puras y buenas del mundo, pero sin ser mundanos”.
Señor obispo, el pasado 28 de septiembre tuvo lugar, por usted presidida, la entrañable e inolvidable ceremonia de ordenación sacerdotal de mi amigo Juan Ramón Rouco Fonseret. Después del acto tuvimos una pequeña conversación (desde aquí percibo el escepticismo de algunos lectores) donde usted me dijo, en referencia a los nuevos presbíteros: “¡Necesitamos curas santos!”. “Me conformo con que sean humanos”, le respondí, pensando quizás en la frase del papa Francisco: “Cuando uno se cree premio Nobel de la Santidad, debe recordar sus miserias”. Señor obispo, sólo necesitamos que los nuevos presbíteros sigan el modelo de nuestro papa Francisco, así de sencillo, y al mismo tiempo, así de difícil. Esta frase es autoexplicativa, autosuficiente y autónoma, pero me va a permitir usted que sea más explícito. Necesitamos curas que fortifiquen los cimientos carcomidos por la desidia y el olvido de nuestras parroquias, que sacudan con fuerza el polvo de las alfombras de los altares, que rompan los moldes clásicos tan obsoletos como impopulares. Queremos nuevos curas que giren con fuerza el timón algo oxidado de la barca de Pedro, que enderecen el rumbo de algunas parroquias que navegan a la deriva, que se olviden de la propia fastuosidad y del glamour de las casullas doradas y se sientan más atraídos por la pobreza ajena. Necesitamos nuevos párrocos casi omnipresentes, que puedan llegar a “estar en misa y repicando”, es decir, predicando la palabra de Dios y dando al mismo tiempo el pan al necesitado.
Buscamos valientes pastores, que preocupados siempre por el rebaño, sean capaces de dejarlo todo para buscar a esa oveja perdida que necesita puntualmente su ayuda. Que sean verdaderos pastores, y no “lobos con piel de cordero” camuflados y protegidos por la inocencia del rebaño y por la ignorancia del perro pastor. Necesitamos curas misioneros que eviten la reducción del cristianismo a la abstracción de un sistema doctrinal autárquico, de carácter contemplativo, y apuesten por potenciar la vida cristiana como una forma activa, singular, genuina y profética de habitar en el mundo como auténticos testigos y mensajeros de la fe en Cristo resucitado. Queremos sacerdotes que transmitan a creyentes y no creyentes la importancia de la fe, pero no como dogma, doctrina irrefutable o decreto ley, sino como estilo, sentido y conducta de vida en el seguimiento de Cristo, basado siempre en los valores evangélicos de la caridad, la misericordia, la esperanza, la ternura y el perdón. Necesitamos nuevos presbíteros que sean facilitadores de esa fe, no controladores ni fiscalizadores de la misma. Queremos curas que dediquen todo su tiempo a los fieles, y no a la burocracia de la Iglesia entendida como institución jerárquica. Sacerdotes que mimen, cuiden y abracen a los más necesitados, con los que compartan su riqueza espiritual, que les hablen con el corazón en la mano, a la altura espacial y temporal del pueblo llano. Que bajen para siempre del púlpito de los vértigos, y dejen vacante el sillón dorado de su cátedra de inmensa sabiduría. Se necesitan curas que sepan predicar mientras hablan, y hablar mientras predican, mediante un delicado equilibrio entre la comunicación de masas y la individualizada. Queremos curas que miren siempre a la cara, a los ojos de las personas, que saluden con naturalidad, de sonrisa afable, sincera y gratuita, que llamen por teléfono a los demás mortales y no sólo a sus superiores, que conserven siempre en su agenda los nombres y apellidos de feligreses actuales y de anteriores parroquias, e incluso que tengan creado un grupo WhatsApp con ellos. Es decir, curas que manejen la tecnología con suficiencia, que sean autónomos en todos los sentidos de la palabra, que sepan hasta conducir un coche, para no abusar con reiteración y alevosía del favor continuo de la siempre dispuesta servidumbre de turno para sus constantes desplazamientos por la ciudad en el cumplimiento de sus compromisos profesionales y personales.
Necesitamos curas que dediquen su tiempo libre a visitar a los enfermos e impedidos, a combatir la miseria humana, que sepan hasta perdonar, que con su actitud y estilo de vida, sientan y pregonen la ternura de Dios, su misericordia, su esperanza y su infinito amor. Que sepan superar las fronteras existenciales y no caigan en la fácil rutina de la vida burguesa contemplativa, del cómodo funcionariado, y del “vuelva usted mañana”. Queremos sencillos curas de pueblo, que conozcan perfectamente a todos sus feligreses, potenciando sus virtudes y comprendiendo sus defectos. Necesitamos curas que compartan con toda su comunidad parroquial sus alegrías, sus tristezas, sus miedos, sus incertidumbres, sus proyectos y esperanzas, y sobre todo sus decisiones. Buscamos curas que sepan comprender e integrar nuestras Hermandades y Cofradías como un miembro anatómico y fisiológico más del cuerpo humano de la Iglesia, que nunca sean tratadas con desprecio, menoscabo, y mucho menos como simples instrumentos inertes, fáciles de manipular y dirigir a su antojo y forma.
Nos gustan los curas que son respetuosos y comedidos al cuidar tanto las formas como el fondo de sus palabras y de sus actos. No queremos aquellos consagrados a la soberbia de su egolatría, cuya autosuficiencia aquilatada en grado sumo pueda llegar a estar, incluso, por encima del bien y del mal. No buscamos Padres de la Iglesia que quieran siempre reinar eternamente en su vasto imperio de la verdad absoluta y suprema, y basada en la ley de la última palabra en todo. No nos gustan aquellos sacerdotes que, por el hecho de formarse en un Seminario Diocesano, se crean superiores a otros religiosos cuya formación proceda de órdenes oficialmente instituidas en la Iglesia. En definitiva, queremos seres humanos que comprendan que la perfección absoluta no existe, que sólo la tiene Dios, y no dediquen toda su vida a buscarla en determinadas congregaciones elitistas, mediante cursos o seminarios que los consagran aún más en su “grandeza” egocéntrica. Decía Richardson: “La marca de un santo no es la perfección, sino la consagración. Un santo no es un hombre sin faltas, es un hombre que se ha dado sin reservas a Dios”. Necesitamos nuevos sacerdotes que consagren su vida a Dios sólo por vocación y llamada divina, y no por conveniencia propia, que nunca utilicen a la Iglesia como instrumento de magnificencia social y superación psicológica de antaños complejos de inferioridad enraizados en su infancia, y muchos menos como medio asegurado de supervivencia económica. No necesitamos curas que sepan decir la misa en latín de espaldas al pueblo, queremos sacerdotes que se preocupen de las lenguas vivas, y dejen descansar en paz a las muertas, que usen ambas “lenguas”, la anatómica y la materna, para el diálogo fraterno, bidireccional, sin condiciones y, sobre todo, sin imposiciones ni restricciones.
Necesitamos nuevos curas cuyas columnas que sostienen la fachada de su templo espiritual sean la humildad y la bondad. Pero una humildad que no se predica, ni se enseña, ni se impone, tan solo se contagia. Una bondad que no se crea ni se destruye, tan solo se transmite de una persona a otra. Porque, como decía Mark Twain, “la bondad es el idioma que el sordo oye y el ciego ve”, y añado, y “el instrumento con el que hasta el cojo anda”. Necesitamos sacerdotes con una caridad tan desbordante que empape y rebose siempre por encima de su sotana, esa caridad humana sin límite que crea un clima de serenidad, cordialidad y confianza entre sus feligreses. Queremos curas que parezcan humanos, y que puedan llegar a ser, si es necesario, indisciplinados con sus prelados, e incluso hasta ocasionalmente pecadores, porque en definitiva un santo no deja de ser un pecador que tiene el corazón quebrantado por el arrepentimiento. Pero que no tengan miedo de confesar públicamente sus errores, porque como decía el Padre Romanelli: “Los santos se han valido de sus fracasos, a veces verdaderamente estrepitosos, e incluso públicos y hasta vergonzosos, para seguir adelante”. Necesitamos Padres de la Iglesia que no tengan escrúpulos de mezclarse con la gente humilde, que bajen del recinto sacro y se mezclen con sus ovejas, que hablen con ellas y como ellas, que se interesen por sus problemas cotidianos; que abracen y se dejen abrazar por sus feligreses, que interactúen dinámicamente con todos ellos en cuerpo y alma, sin distinciones ni clasismos sociales, morales o espirituales. Curas que no inculquen a los niños el miedo al Dios del Nuevo Testamento que siempre les escucha y perdona. Necesitamos curas con alegres corazones y alma de niño que sepan atraer y mantener a la juventud en la Iglesia, que sean capaces de inyectar savia nueva en las añejas y vetustas maderas que crujen en el vacío del silencio de los bancos de las iglesias. En este contexto decía el papa Francisco “no quiero sacerdotes tristes y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, que terminan por ser un intermediario o un gestor y que no se juegan la piel ni el corazón, busco pastores con olor a ovejas, pastores que estén en medio de su rebaño, y auténticos pescadores de hombres”, para añadir luego “curas que salgan a la periferia, donde hay sufrimiento, sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones”.
Necesitamos curas jóvenes que olviden a la Iglesia autoritaria del pasado y sus reminiscencias actuales, esa Iglesia anacrónica más maestra que madre, más autómata que humana, más castrense que civil, que parece reclutar a serviles e incondicionales estradiotes para mantener su monopolio de autoridad suprema, con cuotas de poder consentido e incluso repartido por el párroco, para que controlen y dominen a su antojo y forma al resto de la feligresía, siempre sumisa y obediente a esos seglares lugartenientes todopoderosos del cura de turno. Esos laicos poderes fácticos de algunas parroquias que señalan con el dedo y persiguen con saña y desprecio a los supuestos disidentes al sistema oligárquico por él establecido y consolidado.
Necesitamos un nuevo estilo canónico parroquial que conforte y consuele a todos los fieles, que nos hagan sentir como auténticas piedras vivas paulinas de nuestro templo, que nos animen a participar en la edificación continua de nuestra Iglesia, que nos hagan sentir a todos los cristianos orgullosos de serlo. No queremos esos sacerdotes jóvenes educados en los seminarios a la vieja usanza para ser curas-funcionarios de carácter conformista, al estilo antiguo, de permanentes uniformes oficiales, de perennes alzacuellos blancos y sotanas negras de carácter disuasorio o intimidatorio, sino un paterno, sincero y atractivo magisterio de la caridad y de la empatía, catedráticos de la semántica y de la retórica esencial cristiana y humana que todo el mundo percibe, entiende, comparte y aplaude.
Creo que le acabo de describir con la suficiente exactitud el perfil de sacerdote que necesitamos los actuales seguidores de Cristo resucitado. Señor obispo, la imposición de la Orden sacerdotal es su deber ante la Iglesia, pero su obligación ante Dios es su monitorización y corrección continua. Es decir, velar y hacer cumplir bajo la mirada intransigente del tiempo, todos los requisitos que este sacramento comporta y conlleva a los presbíteros bajo su temporal custodia canónica y espiritual. Porque si algunos de ellos no lo cumplen, puede que encuentren en su camino la espada de la palabra de los inconformistas, que con la afilada pluma de tinta permanente, describa con todos los detalles, el tenebroso y craso jardín oculto en el valle de sus vanidades, envidias y prepotencias, mientras que la luz de la retórica y el dardo de las metáforas seguirán siendo la antorcha de llama permanente que indique e ilumine el vasto interior del sepulcro blanqueado que oculta y atesora sus inconfesables vergüenzas.
Señor obispo, no sé si este nuevo modelo de cura que le he descrito con detalle llevará algún día a los neofitos sacerdotes a la santidad, pero le puedo asegurar, que al menos, serán más “franciscanos” y por ende, más humanos. En definitiva señor obispo, necesitamos nuevos curas, usted dice “santos”, como podrá ser algún día, con la ayuda de Dios, nuestro querido paisano Juan Ramón Rouco. Por ahora, le puedo decir que, en menos de un mes, ha sabido ganarse el cariño, la confianza, y el respeto de todos sus feligreses. Porque le recuerdo, señor obispo, que el respeto hay que ganárselo día a día, no viene como antaño, incluido con el kit sin fecha de caducidad de los atuendos litúrgicos que recibe el nuevo presbítero en su consagración sacerdotal. Ya sabe que “el hábito no hace al monje”, tan sólo lo distingue y le da personalidad, a algunos, demasiada. Nuestro nuevo ministro de la Iglesia, Juan Ramón Rouco, es por ahora, un sencillo y humilde cura de pueblo, un auténtico heraldo rural de la palabra de Dios, pero sobre todo una gran persona, con un alma terrenal que desborda humanidad por los cuatro costados. Eso es lo buscamos en los sacerdotes, que sean humanos. Para la santidad habrá que esperar un poco ¿no cree usted, señor obispo?, pues ya conoce usted la famosa frase de marketing empresarial: “Lo imposible lo hacemos de inmediato, para los milagros tardamos un poco más”. Que Dios bendiga a Juan Ramón y le ayude en su nuevo camino sacerdotal.
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