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Indiferencia institucional ante el acoso escolar

El acoso escolar es terrible. Se trata de una enfermedad social en pleno auge que ocasiona estragos entre la población infantil, y de manera más devastadora, entre los adolescentes. Las estadísticas más fiables reflejan una realidad que no somos capaces de calibrar en su auténtica profundidad. El hecho de vivir en la sociedad de la información trae como consecuencia directa la dificultad de diagnosticar correctamente todo aquello que no es noticiable y, por tanto, no se publica. Esto es exactamente lo que sucede con el acoso escolar. Todo el mundo se espanta, reacciona y se indigna cuando irrumpe algún caso de extrema virulencia, que recorre fulgurantemente todos los medios de comunicación y satura las redes sociales. Tan escabrosa y morbosa efervescencia se desvanece con rapidez y con ella la indignación impostada. Todo vuelve a la normalidad. Lo que sucede es que la normalidad es dramática. Sumidos en el más estremecedor silencio, sufriendo un feroz aislamiento y una densa indiferencia, miles de jóvenes intentan, cada día, y no sin esfuerzo, gestionar emocionalmente un entorno hostil ante el que sienten una insuperable impotencia. La enorme y omnímoda influencia de las redes sociales en la vida actual, añade un nuevo y diabólico componente: no hay tregua posible. El agobio y la angustia se prolongan todo el tiempo y en todo el espacio. Es demoledor.
Las agresiones físicas son visibles y escandalosas; pero sólo representan el diez por ciento. No debemos olvidar que el noventa por ciento del acoso escolar se produce en el ámbito psicológico. Esta modalidad es muy difícil detectar y, más difícil todavía, corregir. Entre otros motivos, porque la propia decisión de denunciar, y el temor a las consecuencias de este acto, se convierten en un modo singular de acoso de la víctima hacia sí misma (una tortura psicológica). Es muy difícil medir con exactitud los efectos de esta plaga, tanto en lo relativo a la merma en rendimiento escolar y la formación de la personalidad de los individuos afectados, como en las repercusiones sociales que inexorablemente provoca. Pero lo que no es discutible, es que se trata de un fenómeno de gran magnitud cuya erradicación debería constituir una prioridad política, y, desde luego, educativa.

"La conclusión es que el Ministerio dice que quiere luchar contra el acoso escolar, pero no está dispuesto a invertir los recursos necesarios para esta finalidad (es como los malos estudiantes que dicen querer aprobar, pero se niegan a estudiar). Nosotros consideramos que la lucha contra el acoso escolar debe ser considerada como una prioridad del sistema educativo"

Es cierto que, en muchas ocasiones, se “abusa” a la hora de exigir a la escuela que corrija comportamientos y actitudes nocivas que tienen su origen, y su continuidad, en otros ámbitos o estamentos. Es cierto que la escuela “no puede solucionarlo todo”. Pero esta verdad tampoco puede servir de pretexto para justificar la inacción, la indiferencia o la falta de implicación. El acoso escolar es (sobre todo) un problema educativo. De primer orden. Y el sistema tiene la obligación de ofrecer una respuesta integral a la altura de la dimensión de su impacto. Desgraciadamente, esto no sucede. La administración educativa practica lo que podríamos definir como una “indiferencia con remordimientos”. Es la actitud de aquel que, siendo consciente de la dificultad que entraña abordar con seriedad un problema muy grave, prefiere ignorarlo y disimular para aliviar su conciencia. El MEFP es un perfecto avestruz con su cabeza plácidamente oculta. Cuando al Ministerio se pone a “escribir”, el acoso escolar aparece como una preocupación; pero cuando le toca actuar, ya “no es para tanto”. Eso se deduce de sus acciones. Para combatir el acoso escolar, el Ministerio ha elaborado un “protocolo” y ha designado en cada centro un “coordinador de bienestar”. El documento, muy extenso, es un inservible manual de cómo se deben rellenar impresos y documentos cuando se tiene conocimiento de algún caso de acoso escolar en el centro. Es, sencillamente, el sentido común trasladado a los procedimientos administrativos. Pero pasa de puntillas, sin aportar ninguna medida digna de mención, sobre cómo mejorar la capacidad de detección, y lo que es más importante, sobre como involucrar al conjunto de la comunidad educativa en la tarea de “aislar psicológica y socialmente” a los acosadores. La implantación de la figura del coordinador de bienestar es (casi) insultante. Pretender que un profesor del Claustro, además de impartir sus clases y atender el resto de funciones docentes, pueda hacer algo positivo en la práctica dedicando a este menester dos horas semanales es bochornoso. No se puede vaciar el mar Mediterráneo con una cucharilla de café (aunque se saque algo de agua)
La conclusión es que el Ministerio dice que quiere luchar contra el acoso escolar, pero no está dispuesto a invertir los recursos necesarios para esta finalidad (es como los malos estudiantes que dicen querer aprobar, pero se niegan a estudiar). Nosotros consideramos que la lucha contra el acoso escolar debe ser considerada como una prioridad del sistema educativo. Y por ello es preciso diseñar y desarrollar un Plan Integral que abarque todos los ámbitos en los que se puede (y debe) actuar con los recursos suficientes para obtener resultados tangibles. No hay que inventar gran cosa. Los fundamentos del famoso y efectivo programa “Kiva”, debidamente adecuados a nuestra realidad, puede ser un buen punto de partida. Es preciso invertir en formación. Es urgente un Plan de Formación que abarque a todos los miembros de la comunidad educativa (profesores, personal de servicios, alumnos y familias), para saber prevenir, detectar las relaciones tóxicas; y, sobre todo, para saber cómo actuar eficazmente frente a los observadores (piedra angular del éxito de toda relación de “dominio”). Pero también es preciso dotar a cada uno de los centros de personal cualificado y dedicado específicamente a desarrollar este programa.
El modelo “ahorrativo” del Ministerio del conocido “hombre/mujer orquesta” que vale para todo, termina no valiendo para nada (basta con tener un mínimo sentido de la observación para comprobarlo). Es verdad que todo esto cuesta dinero. Mucho dinero. Lo que cabe preguntarse es hasta qué punto están concienciados quienes toman las decisiones políticas de la importancia que tiene el acoso escolar, como para asumir el coste de esta inversión. Para nosotros, resulta muy evidente: erradicar el acoso escolar, no tiene precio.

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