Se acercan tiempos inciertos. Es normal que los políticos galvanizados anden a la caza del indeciso. Lo soy en cuestiones vitales, no en cuanto a voto. Totalmente confusa en lo referente a las celebraciones sociales que atañen a otros padres y madres, otros hijos adolescentes y tanta parpajotería para cambiar de escalón académico. Cuando mis hijos mayores estaban en esta etapa que ahora les corresponde a los pequeños, creo que ni iba a las graduaciones. Con los chicos llevo dos y créanme estoy saturada. La de ayer fue rocambolesca como poco… Mucho padre, más madres, adolescentes engalanados y profes deseosos de fuga. No les culpo, es más, les absuelvo porque les entiendo.
Estuve a punto de serlo. Sabe bien la Directora del Adolfo de Castro, mi amiga Amparo Butrón, que sopese esa vocación que paga bien y veranea por el Estado, pero que aguanta carros y carretas porque los niños, los papás y las mamás- y encima los vericuetos de cada Ley educativa -son para agriarte la leche aunque tengas las ubres de los buenos tiempos de Samantha Fox.
Ayer hubo cante con guitarrita, hubo baile, no recogida de diplomas y sí foto en grupo. Discursos más que en un mitin y presentaciones y parabienes a tutiplén. Luego, hubo fiesta y cena de los graduados en solsticio. No por ese orden desde luego, pero sí con mucho traje de fin de año de taconerío y sin pandereta. Las graduaciones se han convertido en el espaldarazo de las comuniones, que son preámbulo de la jamonería ñoña de las quinceañeras de los latinos. Esta es nuestra quinceañera, solo que a los dieciséis.
La vida está apretada, Ucrania sigue en guerra, la gasolina por las nubes, los de Vox chocando en la autovía más transitada y el género humano resistiéndose porque otra no le queda hasta que el meteoro suba más la temperatura y nos quememos. Envidio a los profundamente religiosos, a los que no cuestionan nada, a los cargadores de penas, a los que ven el Cielo como una prolongación de nuestra vida en la eternidad de los pliegues que no tejieron las Gorgonas. Yo más bien observo…A las gaviotas graznadoras de los Toruños impasibles a los vientos y las mareas, al cansancio de educadores que plastifican las ganas con traslados anuales, al dolor de pies de mi hija a su regreso con andares de Chiquito de la Calzada. La vida puede ser divertida o hermosa aunque te nublen las pestañas, las lágrimas. El dolor está infravalorado, también la existencia o los sentimientos. Lloraron mares de inseguridades, tontadas y cerebros de chorlito con los discursivos que protagonizaron los deseos incontrolados y las memorias de alguien que aún no ha comenzado a vivir. Lloraron porque se meten en camisa de once varas, sin saber lo difícil que es decir unas palabras cuando hay muchas personas mirando. Eso lo sabe bien Kiko Matamoros que maneja la televisión como mi amiga Amparo señorea en una profesión que le ha cabido como anillo al dedo. Se jubilará y me hará sentir vieja. Ya es abuela de un precioso morenote que me recuerda cuando éramos madres primerizas y nos sentábamos en la Plaza Mina dándoles la merienda a nuestros retoños. Ha pasado mucho. Hemos pasado mucho en este tiempo que se nos descorre como el rimen antaño por las mejillas, porque no había waterproof sino poco más que el carboncillo que usaban las egipcias para hacerse los rabillos. Amparo y yo, Maripino, Nidia e incluso Asun o Inma Camacho, no somos sino supervivientes dinosaurios de mucho andar y poco quejarnos. Vamos que somos madres y terminamos antes. Madres de hijos e hijas que nos acosan con su adolescencia fervorosa como un traje de fiesta plegado sobre las costillas del que ni te puedes zafar, ni entona con unos tacones de aguja que se te clavan en el calcáneo.
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