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Igueriben

Cuando al atardecer de un hermoso día de verano subas a la montaña, piensa en  mí y acuérdate que he recorrido muchas veces el valle. Mira luego hacia el cementerio  y a los últimos rayos del sol poniente, vean tus ojos como el viento azota la yerba de mi sepultura.


Ya ha pasado el tiempo y aún no termino de dar forma a las impresiones, sensaciones y sentimientos que me causó visitar el Rif.
Cuando aparqué el Jeep en los pies de Igueriben, miré hacia arriba. A la vista del empinado cerro, recordé de repente este pequeño párrafo del Wherter de Ghoete. Siento que esta nota de romanticismo pueda irritar a los espíritus de aquellos soldados que fueron sacrificados con tanto sufrimiento.
Estábamos allí gracias a la ayuda entusiasta de Pepe Vega y su compañero, dos profesores del Instituto Melchor de Jovellanos de Alhucemas que conocían palmo a palmo el terreno.
Varios kilómetros de pista después de atravesar un poblado del que no recuerdo el nombre, nos llevan a dejar los coches en una curva estrecha con mínima salida a un terraplén que tiene cañales altos, semitumbados y algún arbolito. Éstos cobijan solo en parte los todo-terrenos del sol. A la derecha se ve la excavada huella de un arroyuelo que nunca debió tener agua. Está totalmente cubierto de zarzamoras espinosas. A la izquierda, mirando al sur, desde el terraplén, se empieza a subir. Al principio no se ve la loma. Primero, una construcción moderna y rancia, fea como ella sola que debe tener una función inimaginable, flanquea el camino. Después se interpone en la subida una línea de chumberas alternantes con una valla prácticamente vegetal, como si fuera una muralla defensora del maldito monte. Esta valla marca una finquita habitada por casas rifeñas muy humildes y con varios arbolitos bajos que sombrean, invitando a tomar el aliento necesario para la subida. Invadimos la propiedad privada sin percibir ningún gesto de contrariedad de varias mujeres que, en los rellanos de sus puertas y en algún ensanche con higuera benéfica, detienen la faena y nos miran con curiosidad.
Una, de mayor edad, pone una expresión que me atrevo a traducir- Estos nazaranis son muy raros. ¡ si, aquí se llevaron una buena paliza !  - . Por la cerca de más arriba un burro atado de una pata bajo un almendrito, me va a permitir relataros un poco mas tarde una pequeña anécdota propia de seres tan inteligentes como estos.
Y entonces se ve la punta de Igueriben allá arriba. El matojo ajrus lo cubre todo, amarilleando la empinada con un extenso vaivén nervioso y corto por el viento a ras de monte. Está esa punta muy arriba, protegida por un faldón que presenta un acusado desnivel de algo más o quizá menos de doscientos metros de longitud. Imaginen de frente a un acorazado de la primera gran guerra europea, con la línea de proa invertida, el pié de roda muy por delante del trancanil. Subir cuesta. Con paso corto, sin prisa, me falta el aire bien cubierta la subida. Algunos de nosotros se sientan cansinos arriba en la plataforma y tardan algo en recuperar el nivel de conciencia necesario para prestar atención al sitio y al entorno. Si, Igueriben, como otras muchas posiciones, resulta una excelente posición defensiva, pero no tiene escape. Además, la posibilidad de su socorro en las circunstancias concretas de aquel momento, constituyeron una heroicidad y una gesta puramente testimonial. Cebollino Von Lindeman entra en la posición tras dejar regadas las quebradas con los cadáveres de sus regulares, sin otro apoyo para los sitiados que la certeza de sucumbir con ellos.
En la escasa plataforma de esta loma aún persisten, como si fuera un vestigio arqueológico, las marcas excavadas de las tiendas que albergaron a los oficiales, tropa, depósitos de víveres y demás habitáculos de la posición. Me siento sobre la piedra del borde de una de estas marcas e imagino que era la tienda del comandante Julio Benítez. Si tienen la oportunidad de ver el retrato de este oficial en alguna publicación, seguramente apreciarán en su rostro y en su expresión los rasgos de un profesor de universidad con mirada directa y decidida, tal vez algo triste. No parece un guerrero o si prefieren un militar colonial y aventurero, al supuesto estilo de esa época. Fue un oficial de inteligencia y valor sobresalientes. Lo demostró en Sidi Dris defendiendo y rechazando el ataque de la harka rifeña  y trágicamente en Igueriben, al solicitar a las piezas artilleras de Annual que dispararan sobre ellos cuando los cabileños y sus soldados jimeranos bailaban juntos el tango de la bayoneta. No se merece el olvido.
Sentado ahí, en este día de brisa fresca y de cielo azul infinito, intenté conectar con los fantasmas, pero tengo que reconocer que fui incapaz tan siquiera de ponerme en situación. Aquello no podía haber estado ocurriendo en ese sitio. De pronto estaba mirando con cara incrédula a varios indígenas empeñados en vendernos restos de proyectiles y plomos con certificado de autenticidad.
En mi opinión tanto Igueriben como Sidi Dris representan  la cara de la moneda por la cruz de Annual. Las dos alas separadas y abandonadas del campamento base, una hacia el mar y la otra por dentro, para proteger  lo que no era posible. La suave, dulce y tierna Annual, esa impresión me causó el campamento donde aquel día comimos y brindamos por los muertos con vino español. Annual se retiró sin presentar batalla propiciando la masacre en Izumar y de allí, en un horrible reguero de hombres indefensos degollados por las polvorientas tierras de Drius, hasta culminar en la ignominia de Monte Arruit.
Bajé del cerro el primero con carrerita corta y algún traspiés, directo sin querer mirar hacia el burro atado  de una pata en la linde de la finquita. Viéndole recordé a otro burro que en la sierra de Huelva, a la puerta de una jamonería y bajo la sombra de otro arbolito, me dio conversación. O eso dicen mis amigos. Entonces, sentado en un banco bajo la sombra del árbol que sujetaba el ronzal, es cierto que su quijada se situaba demasiado cerca de la mía. Lo recuerdo sobre todo por sus grandes ojos redondos, sorprendentemente atentos a mi perorata. Hoy no recuerdo que le comentaba o de qué rajaba. Pero si como mis amigos, que tomaron la escena en fotos, aseguran que dialogábamos, el que más atento estaba y dispuesto a escuchar era el burro. Animal inteligente y pacífico donde los haya, pensé. Bajando de Igueriben cometí el error, al ver el burro, de considerarlos a todos iguales por el mero hecho de ser asnos. A pesar de mis pacíficas intenciones y de lo que pensé que eran gestos amistosos, al tercer intento de entablar conversación me soltó una coz que de poco me pilla. Evidentemente era un burro rifeño, sin interés alguno por aquel extranjero que hablaba en lengua tan extraña. - ¡ No te pareces al de la sierra de Aracena ¡ - le dije alejándome mientras él, doblando el cuello y mirándome de reojo sentenciaba - ! hala y vete con Dios nazarani ¡ -.
Y con Dios nos fuimos hacia Annual.

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