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¿Fin de las obras en noviembre?

Algunos piensan que el olvido es el único aliado incondicional del dirigente que no puede ni quiere mirar a los ojos de su pasado. Es como si olvidar fuera el único antídoto para lograr la supervivencia frente al permanente acoso del pasado. Como si el olvido de todos fuera suficiente para lapidar las promesas erradas. Y lo malo es que muchos terminan aceptando su irreversibilidad, como si se tratase del segundo principio de la termodinámica. Ese no es el caso de los feligreses de San Francisco. Hay algunos que nunca olvidan, sobre todo si –como yo– tenían la firme sospecha de que las promesas del pasado verano no iban a ser cumplidas. Y eso que estamos en el año de la fe. Señor vicario, no hay nada peor que una verdad a medias que juega con la inercia del olvido. Para algunos es la peor mentira, para otros la verdad más miserable, y para mí es la información que puede producir más daño a la institución que representa, y mayor descrédito al emisor de la misma. Su gran peligro radica en su difícil diagnóstico precoz, porque se presenta sutilmente maquillada, pudiendo llegar a ser una excelente falsificación de la verdad absoluta, con el riesgo de que su posterior descubrimiento podría ser el primer paso hacia la apostasía. Dijo Jesús “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn14:6-14). Señor vicario, el fin de nuestras declaraciones públicas no debe ser llevar la Iglesia a los feligreses a toda costa, sino traer los feligreses a la Iglesia por el camino de la verdad, y para ello es necesario que el templo se abra ya, sin más dilaciones. “Aparentarán ser piadosos, pero su conducta desmentirá el poder de la piedad. ¡Con esa gente ni te metas!”, decía San Pablo al referirse a estas personas que, como usted, dicen verdades a medias.
Algunas declaraciones públicas pueden llegar a ser una enrevesada amalgama de verdades fundidas con las mentiras. Son elocuentes y persuasivas, pero con el tiempo desembocan en el cauce de la duda, y son incompatibles con el comportamiento y la doctrina cristiana. Señor vicario, aún hay medias verdades cubiertas con los invisibles andamios de la patraña, que andan sueltas en San Francisco, algunas escondidas en el altar de la Virgen de las Angustias, otras asomadas por las grietas de la bóveda, y las más osadas, siempre visibles en los exteriores inacabados de la iglesia.
El pasado martes 2 de julio podíamos leer en este periódico un artículo que tenía como título “Las obras de la Iglesia de San Francisco estarán concluidas en noviembre”. En este artículo usted afirmaba con todo lujo de detalles que, y cito literalmente, “con las subvenciones de más de un millón de euros recibidas por la Ciudad Autónoma, en menos de cinco meses, todo estará listo”. Sin embargo, la triste realidad es que la Iglesia no está terminada totalmente en su fase interior, pues falta el altar de la Virgen de las Angustias, y la parte externa ni siquiera ha comenzado. ¿Por qué? Es cierto señor vicario que siempre podemos buscar una o varias razones que podrían explicar, pero nunca justificar, lo sucedido en San Francisco en los últimos años. Pero solo el tiempo es el único juez que valora el cumplimiento de nuestras promesas, y el eterno avalista que da sentido y aquilata la hipoteca de los hechos de nuestra vida.
El dicho “Eres dueño de tu silencio pero esclavo de tus palabras” es un texto apócrifo, que sin especificar qué tipo de palabras, si las orales o las escritas, podría haber formado parte del nuevo testamento por su amplio contenido evangélico. Cayo Tito en su discurso al Senado Romano dijo “las palabras vuelan, lo escrito queda”. El senador resaltó la fugacidad de nuestras palabras en los labios de nuestra boca, que con frecuencia se las lleva el viento del olvido, y se ocultan en la sordera de nuestra mente. Por el contrario, la palabra manuscrita tiene una naturaleza indeleble, inalienable y permanente.
Le recuerdo, señor vicario, que el apóstol Santiago escribió algo parecido: “Si alguien cree que es un hombre religioso, pero no domina su lengua, se engaña a sí mismo y su religiosidad es vacía” (Santiago 1, 26). No se trata de un texto apócrifo, aunque es cierto que tuvo algunas dificultades para formar parte de la Biblia por su excesiva dureza, y la escasa misericordia de sus palabras. En ella, el apóstol ataca con toda claridad, a todo aquel que comete errores en el uso de su palabra. Cuando Santiago escribió estas cartas, la Iglesia era muy joven, pero no inmune a las falsas promesas, a los malos entendidos, y sobre todo a las verdades a medias que, por desgracia, ya formaban parte de la naturaleza humana, y como tales crecían a sus anchas como la cizaña sobre el trigo en los valles de las primitivas comunidades cristianas. Me llama espectacularmente la atención cómo Santiago realiza un curioso paralelismo al comparar la experiencia religiosa derivada de la fe, con el uso medido y aquilatado de la semántica de nuestras palabras. Santiago nos invita ahora a reflexionar sobre quien nos prometió la finalización total de las obras de remodelación de la iglesia de San Francisco en el mes de noviembre, y que luego no lo ha podido cumplir.
Tenga usted cuidado señor vicario con uso desmedido de la palabra, que es sin duda, la más poderosa arma legal de fuego y credo, con ella podemos hacer más daño que con la espada, pues las heridas del acero cicatrizan con el tiempo, pero las espurias palabras escritas pueden ser negros epitafios de muerte aún en vida, y eso es capaz de ofender al mismo Dios que siempre debe habitar entre nosotros, y entre nuestras palabras.
Señor vicario, en este caso es preferible tomar ese timón del gran buque de guerra que es nuestra lengua oral y escrita, y decirle a Dios: yo no sé utilizarla, ayúdame tú, y confesar públicamente con humildad la debilidad de mi lengua y la fragilidad de mis palabras, porque así mis hermanos cristianos siempre me van a comprender, perdonar y ayudar. Cada cual que lo aplique a sí mismo, y en su justa medida, pues cada uno debemos saber cuál es nuestro grado de dominio de la voz y la escritura. Siempre seremos esclavos de nuestras palabras, pero más aún si no tenemos el don de lenguas, ni el don de dominarlas. En estos casos, solo nuestra humildad al reconocer públicamente nuestro error, nos irá descubriendo ante los demás la obra del Espíritu Santo que va creciendo dentro de nosotros, y nos irá ayudando, poco a poco, a dominar ese órgano permanentemente conectado a nuestra alma y a nuestro corazón, porque lo que abunda en él es lo que rebosa siempre por nuestra boca. ¿Ha pedido usted, alguna vez en su vida, públicamente perdón, por sus errores? Pues ahora tiene una gran oportunidad, ante el hombre y ante Dios.
Para evitar la falacia innecesaria en nuestras palabras escritas, esas temibles medias verdades, debemos utilizar como instrumento de medida; el grado de silencio, nunca absoluto, pero si aquilatado. Es decir no se trata de que no hablar nunca, sino de meditar cada una de las palabras antes de que se hagan públicas con nuestra voz, o lo que es más gravoso, con la escritura. Cuando tengamos dudas, siempre debemos pedir ayuda al Espíritu Santo para agarrar las riendas de nuestra boca, como al caballo en su hocico, y nos ayude en el varado de nuestra pluma desbocada, para poder decir y escribir solo lo que realmente debemos, sin engañarnos a nosotros mismos y a los demás, y sobre todo no decir nada innecesario o improbable porque es la génesis de las temibles verdades a medias.
A veces, señor vicario, se nos llena la boca al hablar, al escribir, al dar información gratuita de promesas etéreas, sin apenas darnos cuenta, de que somos esclavos de nuestras propias palabras. Hay situaciones en las que no hay vuelta atrás, como la anunciada finalización completa de obras de la iglesia de San Francisco en noviembre. Las consecuencias de nuestras palabras en un medio público determinan y condicionan nuestra libertad espiritual, y sobre todo el compromiso adquirido con su comunidad de feligreses. En definitiva, hay situaciones que nos esclavizan para siempre ante el hombre y ante Dios. Es un claro ejemplo de libertad malgastada y desperdiciada al anunciar verdades a medias, sin pensar lo suficiente en sus consecuencias. Porque la verdadera libertad es poder decir lo que creamos conveniente, eso sí, que nunca tenga un elevado precio, y no me refiero al detallado coste económico de las obras publicado en este periódico el pasado 2 julio, sino a los efectos colaterales en las ilusiones de los feligreses. Hay cosas en la vida que no tienen precio, que nunca se pueden comprar, para todo lo demás está el dinero.
Le recuerdo de nuevo señor vicario que en la vida hay determinadas situaciones, relacionadas con cargos de responsabilidad como el suyo, en las que nuestras palabras, tan ligeras como aventuradas, son escritas con tinta permanente en los medios de comunicación. Creo que entre cristianos no podemos ni debemos ser jueces de nadie, eso solo le corresponde a Dios. Con frecuencia es la propia vida terrenal la que se encarga de dar a cada uno su premio o su castigo temporal o espacial por sus palabras y por sus hechos. Los cristianos debemos estar siempre preparados para perdonar, para dar otra oportunidad, pero sabiendo que algunas manifestaciones desafortunadas, también nos traerán sus consecuencias a medio o largo plazo. Con el tiempo todo se descubre; las mentiras más ocultas, las razones más ciertas y las personas más falsas. Señor vicario, no le quepa duda que el tiempo pone a cada persona en su lugar, como ocurrió en la vida del beato Juan XXIII, el papa bueno, sin duda uno de los grandes padres de la Iglesia Católica de todos los tiempos, que como usted, y ante el acoso de sus múltiples responsabilidades, dijo una famosa y humilde frase para una ocasión similar: “Señor, por qué me metes en estos embrollos tuyos, sabes que no soy tan bueno como crees, es cierto que quería ser ministro tuyo, pero yo solo quería ser un pobre cura de pueblo, y mira, menuda broma me has hecho, vestirme de blanco y con lo que cuesta cepillar la sotana, pero aquí estamos...”. Señor vicario ¿le cuesta a usted trabajo cepillar su sotana negra? ¿O dispone usted ya de una “cohorte de acólitos” que ya se encargan de esa “difícil tarea”? Medite usted sobre esas sinceras palabras –sin verdades a medias– de un papa bueno y sencillo que están escritas con letras de oro en su “epitafio”, con la historia como único testigo y solo Dios como juez.

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