Mamadou Diouf no se sentía bien ayer. Se mostraba desganado incluso enseñando las obras de albañilería que él y otros compañeros habían resuelto adecentar en el interior del Centro de Estancia Temporal de Inmigrante (CETI). Mamadou (Gambia, 26 años) lleva en Ceuta desde el pasado octubre. Ayer parecía como si se le hubiera caído encima el océano entero. “Acaban de devolver a nueve compatriotas a mi país. Así se me quitan las ganas de seguir estudiando. ¿Ese es el premio? ¿Devolvernos a nuestro país en el instante menos esperado?”.
Mamadou forma parte de ese grupo de residentes del CETI que ha dedicado parte de su estancia a estudiar español, historia y otras competencias. Hoy reciben de manos de Ana Terrón, la secretaria de Estado de Emigración e Inmigración, un reconocimiento en forma de diploma en el marco de la apertura de uno de los cursos de verano de la UNED.
Mamadou representa a esa parte de residentes africanos que, mientras encuentran esa prometida vida mejor, dedican su tiempo a formarse. Pero cunde el desánimo. Tanto que dan un suspenso de calibre a la política inmigratoria del Gobierno de España. “La política española está muy mal para los inmigrantes”, explica Diakite Abbubakar, un costamarfileño de 26 años. “¿Qué esfuerzos puedo hacer hacer para aprender si no tengo horizonte ni expectativas?”, se pregunta.
Diakite suma un año y medio en Ceuta. Es víctima de ese limbo incierto en el que se hallan los subsaharianos que tratan de cruzar África en busca de ese norte de oportunidades. Sin embargo, acaban encontrando que las oportunidades son de cartón de piedra. O quizá fueron las promesas. “Estoy desanimado. Si estoy aquí el año próximo, no pienso estudiar. ¿Para qué?” El ambiente está enrarecido. La reciente deportación de varios residentes ha echado abajo horizontes. “De verdad. Si al llegar me hubieran dicho que me habrían deportado en dos años, hubiera preferido salir según llegué”.
No todos los estudiantes del CETI se muestran tan desanimados con el proceso de aprendizaje como Mamadou y Diakite. Daniel Teguie, camerunés de 21 años, reconoce haber crecido física e intelectualmente durante su estancia en Ceuta. Acaba de cumplir un año en la ciudad y su español es más que notable, como el de sus tres compañero de reunión. Llega a la entrevista acompañado de un cuaderno y un bolígrafo. Calla. Sólo habla cuando se le pregunta. “Mi intención es integrarme en la sociedad”, dice. Daniel asegura que quiere seguir formándose, aunque no piense ni por asomo volver a su país. “Por mucho que estudies, por mucho que te formes, en Camerún solamente trabajan los que tienen enchufes. Ya puedes ser la persona con más títulos o idiomas. No sirve de nada”.
De ese tipo de situaciones vienen huyendo los habitantes del CETI. Y surge el miedo. Tras las recientes deportaciones hay miedo. Diakite insiste. “Con todo el respeto a la lengua española, ¿de qué me sirve a mí el español si acaban devolviéndome a mi país”. De entrada, para contarlo. Ingrid Roselyne, Congo, 21 años, confiesa que el mejor balance que puede hacer de su casi un año ceutí es precisamente poder comunicarse. “Aprender es voluntario. Aquí nadie obliga a nada. Yo quiero seguir aprendiendo y quedarme en España. Yo prefiero mantener el ánimo alto”.
Con el runrún de las repatriaciones discrecionales, el sonido del barco con destino a la península se hace más ensordecedor. Son sirenas cantando desde el interior de un camión de basura. Y los jóvenes subsaharianos que enfilan camino del puerto se agarran al único mástil que les queda. Pasa el tiempo. No hay noticia de los papeles. Mamadou espera noticias de sus calificaciones, por esperar algo concreto. Pero aún no sabe qué notas obtuvo en el curso de español. ¿Próxima meta? Mamadou tuerce el gesto. “Los que llevan tiempo aquí nos avisaban que no hay salida. Parece cierto”.