Si de algo sirvieron las dos guerras mundiales que asolaron el mundo durante la primera mitad del siglo XX fue para tomar conciencia de la fragilidad de la civilización y la facilidad con la que el ser humano es arrastrado por la barbarie. El surgimiento de los totalitarismos en el periodo de entreguerras puso en evidencia a los países democráticos por su falta de respuesta y demostró que cuando el ser humano deja el terreno libre a la maldad está lo invade todo, empezando por nuestros corazones.
Ahora que se empiezan a escuchar de nuevo los tambores de guerra resulta perentorio abordar una profunda renovación de nuestra realidad exterior e interior. Como escribió Lewis Mumford, “necesitamos crear una comunidad defensora de la vida y una personalidad dirigida a la vida”. Es evidente que la máquina se ha instalado en el centro de nuestro mundo empujando a los seres humanos a la periferia. El desarrollo de la inteligencia artificial aterra a sus propios diseñadores, pero, como suele pasar, encandila a sus ingenuos usuarios, incapaces de detectar los peligros que encierra. Por esta razón resulta urgente e imprescindible volver a situar al ser humano en el centro para que tome los mandos de su destino.
Si bien los peligros a los que nos enfrentamos son enormes, no lo son menos las oportunidades que se abren ante nosotros. Disponemos de unos medios tecnológicos increíbles, pero están dirigidos a fines insensatos, como ilustra a la perfección el capitán Ahab en la magistral novela “Moby Dick” de Herman Melville. Conviene distinguir entre el concepto de inteligencia y sabiduría. Tal y como declaró en una entrevista el filósofo español Javier Gomá: "Inteligente es el que elige bien los medios para obtener un fin. Sabio es el que elige bien los fines". Siguiendo esta idea, si fuéramos sabios dirigiríamos nuestros potentes medios disponibles a la satisfacción y realización de la vida. Sin embargo, aquellos que dominan estos medios están más preocupados de colonizar Marte que en salvaguardar la biodiversidad en este planeta único que es la tierra.
Algunos tenemos la inquietante sensación de que el alza de la máquina y la involución de la condición humana son el anverso y el reverso del mismo proceso. El lema de nuestra ideología es el crecimiento cuantitativo a toda costa. De un día para otro, ciertos líderes mundiales, como Donald Trump, se han quitado la careta y muestran su verdadero rostro: el de forajidos sin escrúpulos que, como en los Westerns, entran en la cantina disparando a todo el que se mueve e imponiendo su propia ley. El peligro para la humanidad no proviene en exclusiva de estos bárbaros, sino que hay que señalar con el dedo a todos aquellos que han facilitado el acceso de este tipo de personajes al poder. Da la impresión de que una parte importante de la ciudadanía mundial ha olvidado a las siniestras figuras de Mussolini, Hitler o Stalin.
Inmersos como estamos, desde hace décadas, en una profunda crisis sistémica (ecológica, económica, social, política y ética) es hora de dar por finalizada la era de la expansión y recibir con entusiasmo a la del equilibrio. El cambio de rumbo es inevitable e imparable. La primera etapa, la de expansión, comenzó precisamente en Ceuta con la toma portuguesa de la ciudad y se ha prolongado hasta nuestro tiempo bajo la amenaza constante del colapso. Ha estado caracterizada por varios procesos sobrepuestos: la expansión territorial, la demográfica y la industrial; y el comercio internacional. Este último ha estado basado en la libre competencia, al menos en teoría, o por lo menos en el respeto de una serie de normas. Parecía que habíamos iniciado la transición hacia la era del equilibrio, pero, de manera repentina, ha vuelto a rebrotar la ideología de la barbarie. De nuevo se ha extendido el racismo, el militarismo, el matonismo político y la manipulación propagandística a través de una herramienta tan potente como internet.
La renovada ideología de la barbarie fue fielmente reflejada por Dostoyevski en su obra “Los demonios”. En esta obra un grupo de nihilistas se instalan en un pequeño pueblo ruso para propagar su ideología radical y provocar una espiral de caos que se extiende rápidamente por su entorno. La semilla del odio germina cuando encuentra un terreno abonado por el mal y la escasez de recursos imprescindibles para mantener el actual modelo económico. Ante este caótico panorama que tenemos a nuestro alrededor es fácil tomar el camino de la barbarie. Han cundido entre la humanidad la impaciencia y desesperación y, en este estado, muchos ansían cargar el peso de su propia regeneración en un salvador: un Presidente, un dictador, etc…. Sin embargo, estos siniestros personajes que han brotado como setas en otoño (Bolsonaro, Trump, Milei, Putin,…) no dejan de ser la encarnación, como escribió Mumford, “de nuestros resentimientos, odios, sadismos o de nuestras cobardías, confusiones y complacencias”. Muchos se aferran a ellos para evitar lo inevitable: la profunda transformación interna que requiere la humanidad para lograr nuestra propia supervivencia y los sacrificios que conllevará una modelo de relación con la naturaleza más armónico y trascendente.
Es muy tentador confiar en un personaje que promete a sus conciudadanos que pueden seguir consumiendo al frenético ritmo actual sin miramiento ni mala conciencia. Si falta petróleo, pues “perforaremos, baby, perforaremos” o anexaremos Groenlandia para explotar sus recursos naturales (30 % de las reservas de gas o el 20 % de las de petróleo, además de oro, plata, el platino, el níquel o las famosas tierras raras que tanto interesan a las potencias mundiales). ¿Quién es el gobierno para limitar mis viajes en avión o impedir que entre con el coche en el centro de la ciudad? ¿Por qué no podemos construir donde queramos para que la economía siga fluyendo? ¿Qué valor tienen los paisajes, los bosques, las costas o los ríos si no es para el exclusivo disfrute de los seres humanos?
La bondad es de cobardes y débiles, de ahí la admiración mutua que se profesan Trump y Putin. Por idéntica razón, la ética se tiene que divorciar de la política. La única ley es la del más fuerte. “Si la verdad nos hace libres” (San Juan 8: 32), la mentira nos encadena y nos convierte en esclavos de la voluntad de unos pocos que controlan los medios de comunicación. En este sentido, la ignorancia y la manipulación destruye el camino que conduce a la sabiduría y a la plena realización del ser humano.
Con la eclosión de la inteligencia artificial corre peligro algunos de los atributos de la sociedad humana: la posibilidad de transformar la experiencia en símbolos y los símbolos en experiencias vitales. Estos símbolos son la materia prima de nuestra capacidad imaginativa y creativa. Cuando los reconocemos se suscita en nosotros el sentido de la belleza, presente en la naturaleza, que se expresan mediante todas las formas de arte. “¿Qué otra cosa son los esfuerzos del arte sino los de la creación de una mirada?”, se preguntaba esta semana la periodista Anatxu Zabalbeascoal en las páginas de “El País”. Sólo si miramos con los ojos del corazón reconoceremos toda la belleza que nos rodea de día y de noche. Mirar con el corazón es hacerlo desde el amor. Y esto último es lo único que puede salvarnos.