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Identidades mutiladas: el caso de 'los Mohamed'

Mohamed se encuentra ingresado en el hospital de Ceuta aquejado de una pancreatitis aguda. En la habitación contigua, Mohamed se recupera de una fuerte afección pulmonar. Ambos, de idéntico apellido, esperan los resultados de sendas analíticas para continuar el correspondiente tratamiento. Coinciden en la fecha.

Una vez estudiadas por los especialistas, se les suministra a cada cual el fármaco prescrito. Uno de ellos (un Mohamed) casi muere. Una terrible confusión entre los nombres y las identidades de ambos pacientes, hizo que se permutaran los medicamentos, estando a punto de provocar un desenlace fatal.

Por suerte (sólo por suerte) Mohamed salvó su vida. No es un hecho aislado. Aunque probablemente con consecuencias menos dramáticas, este tipo de confusiones es muy frecuente en nuestra Ciudad en todos los ámbitos y situaciones. Tan es así que está muy extendido ese aforismo popular de “todos se llaman Mohamed”. No se trata de una casualidad. No es fruto del azar ni un uso o costumbre del colectivo musulmán. Estamos ante un hecho de naturaleza estrictamente política y profundamente antidemocrático.

El proceso de regularización que otorgó la condición de ciudadanos de pleno derecho a los musulmanes con más que demostrado arraigo en esta tierra durante décadas, y que hasta entonces sufrían una injusta e intolerable humillación institucional, incluyo, como uno de los requisitos para acceder a la nacionalidad, la renuncia a sus apellidos de origen. Fueron sustituidos por los nombres de pila de sus ascendentes.

La "estrafalaria" decisión de cortar todo tipo de vinculación con el "origen marroquí" de los "nuevos españoles"

El fundamento de tan estrafalaria (e irregular) decisión era cortar todo tipo de vinculación con el supuesto “origen marroquí” de los “nuevos españoles”. Con ello se intentaba evitar la materialización la teoría de la “tortuga” (invasión lenta de súbditos marroquíes hasta perder la soberanía) muy de moda en aquella época. Esta elucubración (más bien delirio) fruto de una inseguridad y un complejo comprensible en la transición; pero inasumible en una democracia, terminó por mutilar la identidad de miles de ciudadanos.

Por aplicación de un sentido práctico de la vida, y obligados a elegir entre nacionalidad o apellidos, la inmensa mayoría se desprendió del nexo familiar más visible. Y (casi) todos pasaron a apellidarse con nombre de pila, que son escasos y repetitivos.

La democracia española ha sido incapaz de reparar esta afrenta colectiva, a pesar de que han transcurrido desde entonces más de treinta años. Es verdad que ahora, cada persona a título individual puede iniciar un procedimiento administrativo (largo y tedioso) para cambiar sus apellidos y recuperar sus vínculos familiares. Pero esta posibilidad no supone la reparación de una flagrante injusticia.

Se vulneraron derechos de un colectivo mediante una decisión política

Se vulneraron los derechos de un colectivo mediante una decisión política, y se deben devolver los derechos arrebatados mediante otra decisión política que incluya a todos los afectados. Ni siquiera el conformismo más o menos explícito puede esgrimirse como razón suficiente para no acometer esta iniciativa. Estamos ante una vulneración de derechos muy grave.

El derecho esencial en una democracia es el derecho de cada ciudadano a su propia identidad. Y un componente fundamental de ella es, precisamente, la pertenencia a una familia que se extiende durante generaciones. El apellido es el hilo que conecta esa intrahistoria profunda de cada persona dándole un sentido a su pasado y proyectando su futuro.

"Suprimir los apellidos es dar un salto al vacío en los sentimientos íntimos del ser humano"

Los apellidos simbolizan el orgullo y la honra de “haber sido” y de “seguir siendo”. Suprimir los apellidos es dar un salto al vacío en los sentimientos íntimos del ser humano. Aunque es cierto que cada persona percibe, interpreta y sufre esta situación con matices e intensidades diferentes, Nadie tiene derecho a perpetrar semejante agresión.

El Estado español tiene una deuda con estos miles de ciudadanos españoles que debe saldar cuanto antes mejor. Una democracia que tolera la injusticia es una democracia enfermizamente deficiente. Pero lo peor es que el Estado es muy reticente a cumplir con esta obligación, porque tampoco siente la presión reivindicativa del colectivo agraviado. Se diría que, exhibiendo una especie de ancestral complejo de inferioridad, todavía están “dando las gracias” en lugar de comportarse como ciudadanos de pleno derecho.

Así, entre la obcecación de unos y la desidia de otros, se perpetua una terrible injusticia que deja a miles de ceutíes con sus identidades mutiladas.

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