Pocas cosas avivan más a la opinión pública que la desaparición de un niño o una niña. Desde que Madeleine en Portugal, Yeremy en Canarias, Ruth y José en Córdoba se esfumaron hace unos años y otros solo meses, no han dejado de ser noticia. En toda España se ven fotos de sus felices caras, así como las de sus angustiados padres. En poco tiempo la policía española y de otros países se pusieron en alerta para buscarlos.
Son historias desgarradoras, y muy especialmente para aquellos que somos padres, y no puedo menos que orar para que acaben todas bien, pero me ha hecho pensar mucho sobre el valor de la vida. Para buscar a una sola persona, no se repara en gastar lo que sea necesario. Lo mismo ocurre en cuanto a salvar vidas. Para salvar a alguien aquejado de una enfermedad crítica, se reunirán cirujanos, enfermeras, médicos, hospitales y material clínico carísimo. Si alguien se encuentra en dificultades en la selva, llevaremos helicópteros, aviones y lo que haga falta para rescatarle. La vida es importante. Hay que preservarla a cualquier precio.
Eso es verdad, sobre todo, cuando hablamos de nuestra propia vida. Haremos lo que sea necesario para salvar nuestro pellejo, gastando incluso todo lo que hemos ahorrado durante toda nuestra vida si eso es lo que cuesta el tratamiento médico adecuado. Vamos a evitar al personaje de la guadaña lo más que podamos.
Alguien podría decir que todo esto es demasiado obvio. Pero como se revela en las contradicciones de la ética moderna, es considerablemente difícil construir un marco ético consistente que sostenga el gran valor que damos a la vida. Se podría argumentar, por ejemplo, que tenemos que preservar la vida para poder seguir disfrutando. Con lo cual, lo que realmente estamos diciendo es que lo que verdaderamente valoramos es la posibilidad de disfrutar. Pero nuestra sociedad mata animales sin el menor reparo. Ellos pueden disfrutar tanto como nosotros. Ellos también valoran su vida y tampoco quieren morir. De modo que, si ése es nuestro argumento, deberíamos dejar de inmediato de matarlos para nuestro disfrute.
Si respondemos diciendo que la vida humana tiene más valor debido a que poseemos una inteligencia superior —nuestro arte, nuestra ciencia, nuestra filosofía, etcétera—, ¿sería entonces aceptable matar a seres humanos de inteligencia inferior? Por supuesto que no. Por muy discapacitada sicológica o físicamente que esté una persona, todos consideramos que tiene derecho a la vida igual que los demás.
Pero, ¿qué es exactamente lo que estamos intentando salvaguardar? La vida tiene un gran precio, pero ¿qué es la vida? Si comenzamos cualificando ese gran valor diciendo que sólo pertenece a los seres humanos, ¿es entonces el cuerpo humano lo que valoramos? Si es así, ¿por qué desechamos los cuerpos muertos?, ¿por qué los enterramos o los incineramos? La verdad es que un cuerpo muerto tiene muy poco valor intrínseco; entonces ¿qué es lo que lo tiene? Cuando una persona muere, ¿qué es lo que ya no está en ese cuerpo, eso tan valioso que nos ha hecho desplegar lo mejor de nuestra tecnología y nuestras habilidades para protegerlo?
Una pregunta de enorme importancia y que sustenta nuestros más grandes esfuerzos; pero ¿estamos siquiera intentando encontrar la respuesta?; ¿se aborda en nuestras escuelas y universidades? El objetivo de la educación es mejorar la condición de nuestro cuerpo y nuestra mente, pero ¿qué hay del mismísimo principio de la vida, del cual depende todo lo demás? Nuestro maestro, Srila Prabhupada nos desafiaba a menudo haciéndonos ver que no tenemos departamentos educativos dedicados a descubrir la “diferencia entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto”.
En la tradición hindú, la vida humana también se considera lo más valioso, pero hay buenas razones para ello. Toda la vida se considera parte de Dios, querida para Él, y en ese sentido toda la vida tiene el mismo valor. No podemos matar de forma caprichosa ninguna criatura viviente. “No matarás”. Pero el valor de la vida humana se considera especialmente grande porque nos da la oportunidad de hacerse preguntas espirituales, de contestar la cuestión de “¿Cuánto vale la vida?” Se considera que ése es precisamente el propósito de la vida. ¿Quién soy?; ¿por qué estoy aquí?; ¿a dónde iré cuando muera?; ¿tengo capacidad de influir en el destino de manera que a donde vaya sea una situación deseable? La sabiduría védica de la India, nos exhorta a que centremos nuestra atención en esas cuestiones de tantísima importancia y no permitamos que nuestra vida se nos escape sumida en la ignorancia y con poco más que la esperanza de que nuestra vida acabará en algún lugar agradable.
Y las Escrituras sagradas del Hinduismo nos responden a esas preguntas. Somos almas eternas, diferentes del cuerpo en el que habitamos, y nuestro destino es disfrutar de una felicidad sin fin en compañía del Señor.
En cierta ocasión vi una película sobre un hombre que se despertaba de repente con amnesia en un lugar extraño. Había olvidado quién era, y no tenía ni la menor idea de cómo había llegado hasta allí. Toda la película trataba de sus esfuerzos para descubrir su identidad y qué había pasado, que, por supuesto, es lo que cualquiera hubiera hecho en su situación. Pero en realidad ésa es también nuestra situación, y el gran valor de la vida humana reside en el hecho de que podemos descubrir la verdad. No perdamos esa oportunidad.