Opinión

23 horas lectivas para maestras y maestros

La jornada laboral del profesorado ha suscitado siempre una bulliciosa polémica. La ignorancia petulante que impregna el debate público en la actualidad (en el que todos creen saber de todo) invita a valorar el trabajo “al peso”, o lo que es lo mismo, medirlo en volumen de horas. Así es muy sencillo opinar porque la aritmética básica la maneja (casi) todo el mundo. Ahí, sin duda, la labor docente sale perdiendo. Sin embargo, en cuanto alguien se quiere aproximar a la naturaleza de tan difícil tarea, cambia radicalmente su posición. No hay parangón posible. El esfuerzo psicológico y emocional, intenso y continuado, que exige impartir clases a un grupo de niñas o adolescentes es, sencillamente, agotador. En todos los sentidos. Pero es que, además, esta crítica fácil se alimenta de la confusión generalizada entre “jornada laboral” y “horario lectivo”. Muchas personas piensan que los profesores “sólo” dan clase (como si pensaran que los futbolistas sólo trabajan noventa minutos a la semana); y como colofón, el socorrido argumento de los “excesivos periodos vacacionales”.

En este contexto, puede parecer que la reivindicación de la reducción de la jornada lectiva (no laboral) de los maestros es un disparate promovido por una insaciable sed de vagancia intrínseca a la profesión docente. Y sin embrago, es una imperiosa necesidad del sistema educativo y, en consecuencia, debería serlo del conjunto de la sociedad. Existe una férrea unanimidad política y social en torno a la idea de que una enseñanza de calidad es uno de los objetivos más importantes y trascedentes de cuantos debe perseguir una sociedad moderna. Pero cuando se pretenden impulsar cambios en esa dirección, que afectan al núcleo duro del sistema, todo son vacilaciones, recelos e incomprensión.

Aunque es cierto que la calidad de la enseñanza está determinada por muchos factores y variables, interrelacionados y en proporciones e intensidades diversas, no se puede negar que el horario del profesorado figura entre las fundamentales. Los maestros y maestras de educación infantil y primaria, en Ceuta (en otros lugares, no) tienen un horario de docencia directa de veinticinco horas semanales. Así lo regula una norma con veintiocho años de antigüedad. Desde entonces, el sistema (afortunadamente) ha experimentado una profunda evolución, cuantitativa y cualitativa. La escuela es mucho más inclusiva; la atención a la diversidad (que requiere dedicación personalizada en muchos casos) se va implantando paulatinamente (con muchas dificultades y recursos escasos); la intensificación de la coordinación entre el profesorado, requerida por el trabajo en equipo indispensable para el desarrollo de programas innovadores; la interiorización de los cambios metodológicos; la imparable necesidad de reciclaje y formación individual; el desarrollo de planes específicos (como los de igualdad o bienestar, por ejemplo); y la creciente implicación (y por tanto contacto) de las familias en los procesos de aprendizaje; han dotado a la labor de los maestros de una enorme complejidad que requiere un sobreesfuerzo constante. Si a ello añadimos que cada una de estas nuevas (o reformuladas) funciones conlleva su correspondiente derivada administrativa, consistente en la cumplimentación de infinidad de variopintos documentos tan farragosos como inútiles; es fácil llegar a la conclusión de que los maestros y maestras están más que superados. Están agobiados. Frustrados. Quieren hacerlo todo y no pueden. No tienen tiempo. Sienten una peculiar ansiedad que les impide enseñar con la tranquilidad y el entusiasmo que nuestra profesión exige.

"Existe una férrea unanimidad política y social en torno a la idea de que una enseñanza de calidad es uno de los objetivos más importantes y trascedentes de cuantos debe perseguir una sociedad moderna. Pero cuando se pretenden impulsar cambios en esa dirección, que afectan al núcleo duro del sistema, todo son vacilaciones, recelos e incomprensión"

Si dejamos al margen los problemas estrictamente presupuestarios, hoy nadie (cuya opinión tenga algún valor) duda de que es preciso reordenar el horario de los maestros y maestras, reduciendo la carga lectiva y aumentando el periodo para atender a todas las tareas complementarias que hemos enumerado sucintamente. Esta verdad concluyente ha llevado al conjunto del profesorado de nuestro país a reivindicar, como una prioridad, las “23 horas lectivas” para los maestros y maestras de educación infantil y primaria.

Se trata de una reivindicación tan justa que hasta el Ministerio de Educación y Formación Profesional ha terminado por asumirla. En la “Ley 4/2019, de 7 de marzo, de mejora de las condiciones para el desempeño de la docencia “, en su Artículo único (Medidas de mejora de la docencia), dice textualmente: “recomendándose con carácter ordinario un máximo de veintitrés horas en los centros de Educación Infantil, Primaria y Especial”.

Esta ley tiene ya tres años de vigencia. El propio Ministerio que reconoce que esta es una medida que “mejora la docencia” y en consecuencia se la recomienda a todas las comunidades autónomas, no la aplica en su ámbito de gestión. ¿Por qué? Es difícil responder a esta pregunta… sin caer en el insulto. El MEFP, que es el responsable directo de cuento sucede en la “capital del fracaso escolar” (Ceuta), se niega a aplicar sus propias recomendaciones para mejorar la docencia. Lo más curioso y lamentable es que cada vez que se le acusa de tener Ceuta abandonada, entre el olvido y el desdén, se ofenden. La contumacia de los hechos deja poco resquicio para el desmentido.

Pero también los profesores tenemos nuestra cuota de responsabilidad en que este agravio perdure en el tiempo. ¿Qué hemos hecho al respecto? El MEFP duerme siempre tranquilo porque tiene el convencimiento de que haga lo que haga, el profesorado de Ceuta lo asumirá en silencio con sumisión y docilidad. No sienten la más mínima presión. Nuestra capacidad de reacción es menos que nula. Y llegado a este punto, nos enfrentamos a un enigmático dilema: el profesorado no se moviliza porque los sindicatos están acomodados y pasivos; o, por el contrario, los sindicaros han adoptado esta actitud porque es el colectivo quien no quiere ni oír hablar de movilizaciones. Es el momento de hacer un examen de conciencia en común, sacar conclusiones y pasar a la acción.

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