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Las historias de los niños marroquíes que se jugaron la vida en el mar

El Centro de Realojo Temporal La Esperanza ha alcanzado esta semana su mayor índice de ocupación de lo que va de 2023: 149 varones adolescentes. La mayoría son jóvenes marroquíes que llegan a Ceuta tras nadar hasta siete horas para recorrer 14 kilómetros en triangulaciones inverosímiles para burlar la vigilancia en tierra y mar de las Fuerzas de Seguridad del Reino alauita y la Guardia Civil.
Lo hacen en ocasiones entre cadáveres de quienes han fracasado en el intento de alcanzar el sueño europeo que reproducen en redes sociales y rozan todo el verano, cuando retornan pimpantes a sus ciudades y pueblos de origen quienes han emigrado con éxito.
Karim [nombre ficticio, como todos los demás], de 17 años, dejó de intentarlo durante “algunas semanas” tras toparse a principios de 2023 con un cuerpo sin vida en el mar. Después superó el “miedo” por el que ha solicitado asistencia especializada en Ceuta. Él es uno de los más de mil niños que entró durante la crisis migratoria de mayo de 2021, que tensó más que nunca las costuras del sistema de acogida local.
También fue uno de los 55 expulsados al margen de lo previsto en la Ley de Extranjería, procedimiento por el que la exdelegada del Gobierno y la exconsejera de Presidencia del Ejecutivo regional están encausadas por prevaricación administrativa continuada a las puertas del banquillo.
“Lo había intentado al menos 15 veces”, recuerda el adolescente, que abandonó un entorno familiar “negligente”. “Sufrió que le negasen la comida y hasta el acceso a casa, por lo que no pudiendo soportar más los malos tratos de su madre, a la que hemos escuchado decirle que olvide su teléfono, se empeñó en cruzar a la ciudad para labrarse un futuro en el que no necesite a nadie”, refieren fuentes que conocen de cerca su experiencia vital.
Lo consiguió la víspera del festivo de la Asunción de la Virgen, una de esas madrugadas de niebla de levante estival que han multiplicado las llegadas a Ceuta. Se registran decenas de intentos de entrada irregular de adultos y menores a diario. Las playas españolas y marroquíes no están a más de un kilómetro de distancia en línea recta en la bahía sur y a unos cientos de metros en Benzú, pero en los móviles de algunos chicos se reflejan trayectorias GPS a nado insólitas: siete kilómetros mar adentro para burlar a las embarcaciones de las Fuerzas de Seguridad y otros tantos para alcanzar el Sarchal.
Solo en agosto el Área de Menores de la Ciudad se hizo de 63 menores extranjeros no acompañados, tantos como los que había recibido durante los seis meses anteriores (159 desde el 1 de enero). A lo largo de las dos primeras semanas de septiembre han llegado a ‘La Esperanza’ otros 30, la mitad solo el domingo pasado, la jornada con mayor número de ingresos desde que comenzó el año.
Es una tendencia que se repite al final de cada verano, cuando los marroquíes emigrados a Europa vuelven a sus países de residencia habitual y las fugaces oportunidades de empleo que ofrece su retorno vacacional desaparecen. Fuentes judiciales intuyen que a esa coyuntura se ha sumado este año cierta relajación de Marruecos en el control de sus costas, aunque los chicos lo niegan.
“Dicen que hacen todo lo que pueden para evitar salidas… Que esperan y esperan en el ‘muro’ de la carretera sobre las playas y que el primero en intentar lanzarse al agua es el que menos probabilidades tiene de conseguirlo, pero genera espacios por los que otros lo logran… Que los agentes en tierra nunca se mojan las botas y que si llegan al mar no les alcanzan, pero que usan hondas con piedras y que para evitar que los cojan con embarcaciones hay que tirarse en noches de temporal”, reproducen trabajadores en contacto con los niños los testimonios que recogen a su llegada.
Mohamed arribó a Ceuta el 22 de agosto a las 4 de la madrugada junto a un amigo. Los meses anteriores se los había pasado trabajando en la cocina de un chiringuito de playa de Castillejos, que creció de manera desenfrenada con el porteo estrangulado definitivamente tras la pandemia. Aquel ‘comercio atípico’ mantenía a miles de personas sin formación dedicados a portar fardos y atraía población de todo el Reino alauita. Ahora, con una frontera permanentemente colapsada, languidece con miles de viviendas casi sin estrenar vacías salvo en julio y agosto, cuando la diáspora vuelve de vacaciones. “Ha habido muchos suicidios”, dice Mohamed. “Compré tres trajes de neopreno a 60 euros cada uno que la Gendarmería o las Fuerzas Auxiliares me quitaron otras tantas veces hasta que conseguí llegar a Ceuta”, explica Farid, que vino al mundo en el hospital local y cuyos padres (exobrero de la construcción y ama de casa antes porteadora) ahora están en paro. Su hermana mayor, de 20 años, permanece junto a su madre hospitalizada en Sevilla, donde ha sido operada cinco veces por una malformación de nacimiento. En casa se hacía cargo del pequeño de 10, pero a veces se sentía “rechazado” por su propia familia como “una responsabilidad que nadie quería asumir”, ha relatado al llegar a España.
Se echó al mar para “buscar una vida mejor”. Los técnicos que trabajan con él aseguran que se trata de un joven “muy proactivo” con “muchas ganas de aprender español y de perfeccionar el oficio de cocina que aprendió en Marruecos”. Su sueño pasa por establecerse en Barcelona.
En Bilbao tiene la mirada puesta Ismail, que en diciembre cumplirá 13 años. Es uno de los chicos más pequeños que han pasado por ‘La Esperanza’, donde el pasado domingo ingresó otro niño con 11. “Si me hubiera quedado en Marruecos no hubiera tenido una buena vida”, argumenta en árabe. El Área de Menores prevé escolarizarlo en el IES Abyla hasta que se tramite su posible reagrupación familiar con un hermano mayor en Euskadi. Afirma que hasta en el colegio es “común” hablar de cómo migrar y presume de “buen nadador”. Su peripecia lo prueba: siete horas en el agua, de 11.00 a 6.00, con final feliz.
Si pudiera elegir dónde ir, Karim, que cumple 17 el próximo miércoles, lo haría a Valencia para ser “peluquero o cocinero”. Al otro lado de la frontera cobraba “unos 200 dirhmas por semana”, unos 18 euros, trabajando en un salón de bodas.
“Vengo de una familia de Río Martil”, explica el joven, oriundo de la localidad en el que está el centro al que las Fuerzas de Seguridad del país vecino llevan a los niños que interceptan en la playa o el agua intentando llegar a Ceuta, “con muchas dificultades en la que no veía opción de prosperar ni de labrarme un futuro”.
“No todos quieren irse, pero muchos sí, también los que tienen dinero... Si tienes mucho puedes venir en moto de agua por 4.000 euros, si tienes poco comprar una barca con otros por 500 cada uno, si no nadando”, resume las alternativas Abdeselam, hijo de El Jebha, un pueblo costero ubicado a unos 160 kilómetros de Ceuta.
Su perfil es distinto porque viene de un ámbito más rural, aunque en ese contexto su familia también está golpeada por problemas de adicciones. “Mi madre y yo vivimos gracias a la caridad de los vecinos”, confiesa el chico, incipiente bigote, que lleva menos de dos semanas en 'La Esperanza' y que comparte con sus compañeros “un carácter mucho menos disruptivo de lo que era más generalizado antes”, apunta la jefa del Servicio de Protección a la Infancia ceutí, Toñi Palomo. Los técnicos del Área destacan que “se muestra muy agradecido por la oportunidad que se le ha brindado”.
De mucho más lejos, de Niagané, una comunidad agrícola del sur de Mali, viene Ousmane, que acaba de cumplir seis meses en Ceuta y ya se defiende en castellano con rubor. Huyó de su casa en abril de 2022 y tardó casi un año en alcanzar la ciudad española norteafricana tras ser “asaltado” y “explotado como peón sin cobrar” en su periplo por Argelia y Marruecos, país que no abandonó a nado como el resto, sino saltando el doble vallado de al menos 6 metros de altura español, una ruta más habitual para los migrantes subsaharianos.
“Mi pueblo está en una zona de guerra con saqueos, secuestros y asesinatos... Escapé cuando me quisieron reclutar y me gustaría conseguir una vida buena para ayudar a mis padres a salir de allí”, refiere el chico, que querría ser “conductor de camiones” y asentarse “en Suiza”. Una enorme sonrisa blanca como la nieve es su única respuesta a por qué en ese país.
A la espera de contar con nuevas infraestructuras, la Ciudad espera no volver a caer en los niveles de “sobreocupación” de sus recursos sufridos que “imposibilitan una atención adecuada a los menores, dañan gravemente la convivencia entre ellos y dan problemas de seguridad, tanto para estos como para los profesionales”, detallan.

Un éxodo que se multiplicó hace ocho años

El éxodo infanto-juvenil marroquí hacia Ceuta desde Marruecos empezó a multiplicarse hace ocho años: en 2015 la Ciudad se hizo cargo de 371 menores desamparados, de 633 en 2016, de 511 el ejercicio siguiente, 855 en 2018 y 979 en 2019, cuando recibió una media de casi tres al día y en 'La Esperanza' llegó a haber más de medio millar de chavales hacinados. La pandemia dejó la cifra en 278 en 2020 y la crisis de mayo de 2021 (1.167 en solo dos días) desbordó todos los recursos. La respuesta solidaria del resto de autonomías y del Ministerio de Derechos Sociales, que ha reservado más de 6 millones de fondos europeos para la construcción de un centro de acogida proyectado como tal (el inmueble que ocupa ‘La Esperanza’ hoy, con dos de sus tres plantas inutilizadas, se construyó para albergue social en la etapa de Zapatero), permitió digerir la avalancha y fijar un máximo de acogidos de 132 (un 50% más del número idóneo tope de 88). Por encima de esa cifra se debería activar la derivación.

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