Según la Fiscalía General del Estado, el delito de violencia intrafamiliar, o sea, el cometido por hijos que maltratan a sus padres, está últimamente creciendo de forma alarmante, siendo uno de los ilícitos penales que últimamente más ha aumentado. Y ello necesariamente debe llevarnos al análisis de algunos de los motivos de por qué está ocurriendo este fenómeno.
Pero sirva de mero reflejo de la envergadura del problema el hecho de que ya en 2007 se incoaron hasta 17.000 procesos penales para enjuiciar a hijos que maltrataron a sus padres, y que siete años después la cantidad anual puede haberse duplicado. Y eso contando con que, de cada diez casos de maltrato de hijos a sus progenitores, sólo uno o dos suelen los padres denunciarlos, porque, claro, son sus propios hijos, y a los padres muchas veces el mismo dolor y cariño que sienten hacia ellos les hace desistir de la denuncia; o, en otros casos, se avergüenzan de no haberles dado una mejor educación y de que les hayan perdido todo el respeto por no tutelar a los hijos con la autoridad paternal que el mismo Código Civil les confiere de poderles corregir levemente; aunque luego haya casos en los que hasta se termine deteniendo, encarcelando y juzgando a los padres por darles un simple “cachete” a tiempo y en casos extremos, cuando no haya ya más remedio y sea por el bien de los hijos, sin hacerles daño y al objeto de poder reconducir su extrema rebeldía.
Y entre los motivos que quien escribe ve en ello, está el de que en España somos muy partidarios de los extremos. Entre nosotros el término medio apenas existe, que suele decirse que es donde está la virtud. Aquí –como popularmente se suele decir– “somos más papistas que el Papa”; o asistimos a los actos religiosos todo sumisos y poniéndoles velas a los Santos, o nos rebelamos a palos contra los religiosos para ponerlos más derechos que una vela. Y, ni una cosa, ni tampoco la otra. Así, los que tenemos ya cierta edad y nos tocó ser niños hace 50 ó 60 años, tanto la propaganda oficial como las enseñanzas en los centros educacionales y también en el seno de la propia familia, nos inculcaron un respeto reverencial hacia los padres, por aquello de que había que observar y acatar en todo aquellos principios que se nos decía que eran únicamente verdaderos, o sea, de absoluto respeto a la autoridad establecida, que igualmente incluía la rigurosa tutela de los padres que llevaba aparejada la imposición de una inflexible disciplina a los hijos, hasta el punto de que en muchos casos la propia familia obligaba a los hijos a tratar y llamar de usted a los padres, abuelos o tíos. Y eso, tenía sus ventajas tanto para los padres como para los hijos, pero también serios inconvenientes en las relaciones paterno filiales, porque con tanta autoridad paternal en muchos casos la relación afectiva y de cariño que en todo caso deben darse entre padres e hijos, pues en muchos casos se debilitaban por la rígida e inflexible autoridad de los padres.
Entonces, incluso los hijos que ya eran mayores de edad, no podían acudir a casa más tarde de las diez de la noche y casi todo estaba prohibido. A los hijos se les preparaba más bien para llevar una vida sumisa, reprimida, de absoluta austeridad y recato. De ahí que algunos llamaran a los de mi época la “generación perdida”, porque de pequeños tuvieron en muchos casos que trabajar para sus padres, y de mayores tuvieron que seguir trabajando para sus hijos, aun cuando éstos fueran ya bastante mayores y formaran su propio hogar. La prueba evidente de ello se tiene en que, ahora, muchos hijos que han tenido la mala suerte de quedarse sin trabajo pues no les ha quedado más remedio que tener que vivir de la módica pensión de sus padres.
Pero, de aquella vieja situación, pasamos luego a un régimen de absoluta libertad. Ello influyó también, y mucho, en los padres, que pronto empezaron a tratar a los hijos algo así como con algodón por aquello de que sus hijos no tuvieran nunca las dificultades y limitaciones que a ellos les tocó vivir, pasando a aquello de que “a mis hijos que no les falte nada”, o “yo, antes que padre, quiero ser amigo de mis hijos”, olvidándose de que, antes que de sus amigos, son y deben ser sus padres, sin perjuicio de que el sólo hecho de ser padre obligue a tratar con el debido cariño, bondad y ternura a los hijos. Y eso de la mayor libertad en principio está bien, porque el amor de los padres hacia los hijos es algo connatural que a éstos nunca les debe faltar. La libertad –en ello creo que todos coincidimos– es uno de los bienes más preciados con que contamos las personas. Pero, ojo, sin tener que llegar a confundirla con el “libertinaje”; porque, a mi modo de ver, nada tiene que ver con la libertad el hecho de que ahora los hijos menores de edad se pasen toda la noche por ahí haciendo lo que les dé la real gana, sin control de ninguna clase de sus padres, haciendo “botellones” en lo que todo se rompe y todo llena las calles de desperdicios y basuras, saturándose de alcohol o en muchos casos de otras sustancias nocivas, dificultando la conciliación del descanso y el sueño a los que al día siguiente han de ir a trabajar; o, en otros casos, asistiendo a lugares no recomendados, acudiendo luego a casa al día siguiente por la mañana para pasárselo acostados. Y cuando regresan a casa se enfrentan con los padres y en algunos casos hasta les pegan para exigirles el dinero que ni los mismos padres tienen para hacer frente al sostenimiento del hogar; al día siguiente en clase, si van, le faltan al respeto a los profesores o hasta llegan también a maltratarlos, porque igualmente han perdido hasta la más mínima autoridad que en todo centro académico o educacional debe mantenerse. En fin, todo un desastre, salvo las honrosas excepciones, porque también las hay en otra buena parte de la juventud, en que los jóvenes son modelo de comportamiento y responsablemente se afanan, estudian y trabajan, buscando su porvenir. Antes, de los hijos que así se comportaban solía decirse que era porque pertenecían a las clases bajas y no habían recibido en su infancia la debida educación. Pero es que ahora tales comportamientos y actitudes suelen darse con más frecuencia en las clases medias altas. Y creo que eso se debe a que cuanto mayores recursos tienen los padres más se acostumbran a que nada les falte y a que se han perdido en la mayoría de los jóvenes aquellos viejos principios de responsabilidad, estudio, trabajo, entrega y sacrificio para conseguir cada uno las cosas por su propio mérito y capacidad. Es decir, creo que hemos desembocado en la cultura del ocio, del dejar de hacer, del dejar pasar, del todo vale a cambio de la paz familiar, que luego termina convirtiéndose en el más absoluto de los fracasos para los hijos y en la más grave de las preocupaciones para muchos padres.
Entonces, como hoy los padres les dan todo hecho a sus hijos, éstos se acostumbran a tenerlo todo y a que no les falte de nada sin ellos tener que preocuparse. Y, así, se fomenta la cultura del ocio que al final desemboca en la propia frustración de los hijos. En muchos casos a éstos les basta con pedir y más pedir, y a que no les falte de nada, sin tener ellos que anteponer ningún trabajo o esfuerzo. Y así ocurre luego, que muchos jóvenes no se pueden hoy independizar de sus padres hasta los 35, 40 o más años, porque como no están acostumbrados a sacrificarse y viven muy bien a costas de sus progenitores, pues, así, cada vez se dan más casos de hijos que denuncian a su padres porque éstos no les dan lo que ellos quieren, o porque no les reparten la herencia en vida sin esperar al viejo principio de Derecho Romano de que “el muerto es el que da posesión al vivo”, y en muchos casos coaccionan a los padres, les amenazan y hasta les maltratan de palabra y de obra. Y el problema mayor lo van a tener esos hijos el día que los padres les falten, que como muchos no tienen ningún porvenir, ni oficio ni beneficio, ni medio de vida propio, pues esos son los que, cuando fallecen los padres, con frecuencia se ven luego mendigando o durmiendo en soportales o en cabinas de entrada a los Bancos. Si bien, es verdad que hay otros casos en que también se ven así debido a la crisis económica y por lo difícil que ahora es poder obtener un puesto de trabajo; pero esa es otra historia.
Otro de los factores que influyen en estas conductas es la desestructuración del matrimonio y de la vida tan irregular seguida en familia. Por ejemplo, el maltrato “machista” de género puede influir bastante en que los hijos que de pequeño lo hayan presenciado, de mayores terminen convirtiéndose ellos mismos en propios maltratadores. El padre que maltrata a la madre ante los propios hijos, éstos tienen muchas probabilidades de que cuando sean mayores “hagan lo que ven”, o sea, se vuelvan violentos contra los padres, contra su pareja y contra la familia. Y, ciertamente, hoy tenemos que la ruptura de muchos matrimonios que terminan en múltiples separaciones y divorcios, luego tanto las madres como los padres ex cónyuges en muchos casos suelen utilizar a los niños como chantaje o armas arrojadizas del uno contra el otro. Más luego, hoy abundan cada vez más los casos de hijos de distintos matrimonios, que como los padres han vivido con varias parejas con las que han procreado, pues luego tienen que convivir en un mismo hogar y criarse juntos hijos que son de distintos padres o madres, que en muchos casos son objeto de graves desavenencias en pareja, los hijos captan esa violencia y luego cuando van siendo mayores tienden a reproducirla y ejercerla contra el padre o la madre.
Capítulo aparte es el de la adición a las drogas. El joven que es drogodependiente, para que la droga le haga el mismo efecto necesita cada día consumir una mayor dosis, a la que ha de hacer frente económicamente en la mayoría de los casos sin disponer de recursos para adquirirla; entonces, cuando siente el síndrome de abstinencia y no la tiene, hace lo que sea para comprarla, pedirá dinero a los padres, a los demás familiares, se lo robará en cuanto se descuiden y, si hace falta, con tal de que se lo den, les llegará a amenazar y a maltratar tanto verbal como físicamente, siendo éstas las situaciones más violentas que suelen darse. Ese es uno de los efectos inducidos del consumo de drogas, junto a otros varios motivos que el corto espacio de un artículo no permite desarrollar. Y luego está el tremendo dolor y la frustración de los padres que ven, que después de haberlo dado todo por sus hijos, de haber querido para ello lo mejor, de haberles mimado y de haberse sacrificado y haber sido de sus hijos fuente inagotable de paternal amor, luego vean como único merecido de sus hijos que les den una paliza. No hay ingratitud mayor que la de los hijos que tratan así a sus padres después de haberles dado la vida.
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