La historia de Mohamed y la pequeña Hidaya es una más de esas rotas por la frontera. También una más de las que importan bien poco (mejor dicho, nada) a la administración. Él vive en Ceuta, su mujer en Marruecos. La niña en común, con síndrome de Down, está junto a su padre sin poder cruzar al otro lado ya que este no tiene el permiso de residencia en vigor.
Un drama, una historia que debería generar una reacción inmediata pero que, al contrario, no causa más que indiferencia o ataques.
Dudo mucho que quienes pueden resolver este caso intercedan. Nos hemos convertido en una sociedad insensible, ajena a lo humano, alejada de lo que supone ayudar.
A la clase política parece que le importa más debatir sobre un calendario de verbenas que sobre personas que tienen problemas gravísimos, que se les puede atender, que están a nuestro lado.
Ese padre saca en soledad a su hija, la cuida como puede mientras trabaja con la losa de no poder reunirse con su mujer y la pequeña con su madre.
Mohamed y la pequeña Hidaya son los eslabones rotos de una cadena injusta que queda atrapada en el laberinto de la frontera del Tarajal.
Una historia que a pocos parece importar porque dirán que no tienen derechos. Así de simple, nos creemos amos y señores de este mundo, amos y señores con capacidad de determinar quién se merece una vida mejor y quién no.
Y esta sociedad ha decidido que un hombre trabajador que además busca proteger y ayudar a su única hija pueda cruzar una frontera sin temor a no regresar más.
Ellos sí que se merecen una protesta, pero nadie les atenderá porque hasta nos dedicamos a seleccionar los dramas por los que queremos pelear. Y parece que el de Hidaya y Mohamed no tiene hueco.