Opinión

Hervir laurel con limón para detener el olor de las gambas a la plancha

Así empezamos la cena de Nochebuena. Mientras mi cuñado asaba unos gambones bigotudos y gigantes mi hermana nos explicaba que si hierves limón con hojas de laurel el incómodo y penetrante olor a gambas queda neutralizado.

El apartamento de mi hermana es muy pequeño pero, con buen rollo, las casas terminan adaptándose a las necesidades del momento. Las dimensiones pertenecen al mundo de las percepciones mentales, las matemáticas escapan de la realidad cuando quieren entender un problema.

Decía “El principito” que la gente mayor se interesa por las habitaciones de una casa, las medidas, el precio, la ubicación, las posibilidades de inversión. No les interesa si serán felices en ella, si te sentirás en tu zona de confort, cómodo, espaciado para pensar, leer, ser y estar. El palacio mas inmenso puede estar repleto de soledad y de tristeza. ¿Cuántas princesas de cuentos se sienten encarceladas en sus palacios?

Recuerdo más de 50 cenas de Nochebuena. En esta manía de apuntarlo todo podría cargar pólvora para cientos de cañonazos pero hoy no es el día de contar batallitas de abuelo con una memoria que recuerda todo menos de lo que pasó ayer.

Así montamos una mesa infinita con todo tipo de viandas que ni un regimiento habrían podido acabar con ellas.

Entre los comensales se sentaban cuatro familiares afectados por las garras de la depresión, ese perro negro que te muerde el alma y no está dispuesto a darte la oportunidad de abrir sus fauces, de darte una tregua para pedir ayuda, de dejar de ladrar para que no superes el miedo que te paraliza.

¿Os habéis dado cuenta que las gambas no huelen?

Así, con historias curiosas y anécdotas de la saga de los “Antón Torregrosa” nos olvidamos del perro negro, de sus aullidos. Dejamos de sentir el desgarro, la insoportable incertidumbre de sentirse perdido sin posibilidad de encontrar salidas alternativas.

Pasamos del aburrido discurso del Rey repetido durante sesenta años con las palabras más vacías que un botijo en el desierto. Apagamos la tele con programas enlatados, risas programadas por el ordenador y Raphael cantando el Tamborilero que ya habrá cumplido sus cien años con su humilde zurrón.

Les sorprendí con una videollamada a mi amigo Jordi, un catalán setentero que decidió ponerse el mundo por montera y salir de su colección de armarios. Todos hablamos, reímos, lo sentamos con nosotros con el desenfado y la gracia, con el espíritu acogedor de mi hermana que tiene amigos hasta en el infierno. “Ya eres uno de los nuestros”. “El Jordi” cenaba solo en su casa de Brieba. Brieba y Elche acortaron a unos centímetros la distancia de 800 kilómetros.

Llamó mi colega Pedro, con un hipo de hipopótamo: “Ponte los brazos para atrás y que alguien te dé un vaso de agua”. Fue mano de Santo. El hipo se fue como el milagro del nacimiento del niño Dios. Los nueve nos quedamos tan sorprendidos como la víctima de los hipidos.

Mi sobrina, una chica inteligente, joven y con el proyecto de volar en cualquier cielo, había ganado una beca de para trabajar de investigadora de astrofísica subestelar

Se graduó en matemáticas y, mientras hacía el máster investigó en el tema de criptomonedas. ahora también se interesa por la Filosofía y la lógica.

Por eso del fluir de los temas salió el feminismo. Desde los 25 años ella y yo desde los 60 entramos en un debate curioso. Estar de acuerdo en la esencia del tema pero discrepar en los planteamientos de una manera radical:

Los hombres no entendéis, los hombres no sois mujeres, los hombres tienen el poder, no a la maternidad subrogada. No al vientre de alquiler. Demasiados noes, aunque me sienta tan feminista como ella. Luego el tema fue si el lenguaje crea la realidad o la realidad el lenguaje.

Entre risas y sorpresas en el 1981 se celebraba el día del Subnormal. ¿Cómo era posible? ¿Subnormal o discapacitado? ¿Qué encierran las palabras? ¿Hiere más el fuego o la cicatriz de una quemadura? ¿Maricones o homosexuales? ¿Nervioso y despistado o trastorno por déficit de atención?

Las teorías jóvenes no pueden solapar la experiencia de los adultos, aunque estemos a 50 años. Ahí está la dialéctica.

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