Opinión

Héroes estáticos

Si se tuviese que diseñar un monumento, una estatua para reflejar la vulnerabilidad humana, la fragilidad de los seres parlantes, ¿qué aspecto tendría? Dejo el acabado de tal obra artística en manos de la imaginación del lector, por ahora.
En todos estos meses en los que estamos conviviendo con el coronavirus, ha cambiado el aspecto de la conducta humana. Las mascarillas y los geles hidroalcohólicos son parte del paisaje urbano, así como las noticias sobre infectados y muertos, sobre los que muestran síntomas o no los muestran. Pero el paisaje interior, el íntimo, también ha cambiado. Quien más quien menos, todo el mundo admite que "esto del virus ha despertado su lado obsesivo". Con esto quieren decir que constatan que se lavan las manos con una frecuencia mayor, que toman medidas preventivas completamente desproporcionadas y que están mucho más atentos a las posibles señales de enfermedad que antes. La lista podría continuar.
Antes de la pandemia, cuando todas estas conductas llegaban a producir un intenso malestar clínico, el sujeto recibía una etiqueta: Trastorno Obsesivo Compulsivo. Se podría decir que algunas de las conductas características de este trastorno pueden observarse ahora en la población normal (por denominarla de alguna manera). Rituales de comprobación, higiene excesiva, sentimientos de culpa ante determinadas conductas, dudas exageradas, preocupación por enumerar los objetos... Llegados a este punto, el lector avispado contestará que sí, que bien, pero que en un caso, estas conductas son temporales y, además, justificadas por la pandemia, y que en el otro, son conductas totalmente irracionales y, precisamente por eso, suponen un trastorno mental. De hecho, este reproche se vería reforzado por los testimonios de personas afectadas por este trastorno, que coincidirían con nuestro lector en que sus obsesiones no disponen de ningún fundamento lógico.
Creo que aquí merece la pena detenerse un poco (como se detienen los obsesivos). Puede que los sujetos obsesivos resulten aburridos, repetitivos, insufribles, carentes de empuje o lo que se nos ocurra, pero su situación (es mi opinión) no difiere cualitativamente ni en un ápice de la persona que adquirió estos tintes obsesivos debido a la llegada del virus. Porque no es del virus de lo que uno se defiende (de hecho, estrictamente hablando, solo puede defenderse del virus el que lo ha contraído). De lo que unos y otros se defienden es de la vulnerabilidad de ser humano. De tener cuerpo. De ser frágil. De la inexistencia de garantía cuando hablamos del organismo. Una persona puede experimentar esto tras una experiencia infantil aparentemente absurda o tras una pandemia mundial. Poco importa. El resultado es el mismo: resulta un acontecimiento insoportable del que hay que defenderse como sea. Y como sea implica lavados de mano, mascarillas, desinfecciones y, por supuesto, rezar (eso significa un ritual, tratar de desplazar lo que es de uno mismo a una instancia superior a través de la repetición).

"En todos estos meses en los que estamos conviviendo con el coronavirus, ha cambiado el aspecto de la conducta humana. Las mascarillas y los geles hidroalcohólicos son parte del paisaje urbano así como las noticias sobre infectados y muertos, sobre los que muestran síntomas o no los muestran"

Y digo esto por aprovechar esta experiencia del coronavirus para entender de qué hablamos en el caso del Trastosno Obsesivo Compulsivo. No se trata del tío raro del barrio, con el toquetaso dao, o del personaje simpático de Jack Nicholson en la película Mejor Imposible. No. El sujeto obsesivo constituye la prueba viviente del encuentro con lo humano, con la desprotección elemental ante el cuerpo, la sexualidad y la muerte. Se le podrán achacar muchas cosas al obsesivo, pero una de ellas no será el desentenderse de cuestiones trascendentales solo porque resultan incómodas. La mayoría de las veces, las personas confundimos los criterios de verdad con los que nos resultan llevaderos y ahí el obsesivo, mejor o peor, hace una peripecia recordando y poniendo en acto que la verdad sigue ahí: somos frágiles.
Es por esto, que volviendo al párrafo inicial, pienso que los justos monumentos en honor a la fragilidad humana son estos sujetos obsesivos: quietos, estatuas humanas en suspenso, desbordados en sus rituales, conteniendo la angustia, repitiendo una y otra vez sus conductas tranquilizadoras. Estatuas vivas que ya nos revelaban de forma clara lo que parece que hacía falta una pandemia para entender: que no estaremos por siempre. Que no somos dueños de nuestro cuerpo. Que la ternura no es opcional cuando todos y todas estamos de tránsito permanente.

"Antes de la pandemia, cuando todas estas conductas llegaban a producir un intenso malestar clínico, el sujeto recibía una etiqueta: Trastorno Obsesivo Compulsivo. Se podría decir que algunas de las conductas características de este trastorno pueden observarse ahora en la población normal (por denominarla de alguna manera)"

Ellos y ellas, probablemente, no estarían de acuerdo conmigo. Supongo que refrendarían la opción de que sus asuntos son completamente irracionales. Ellos, por supuesto, también tienen que lidiar y resistir a la fragilidad que nos aqueja. No seré yo quien lo cuestione. Pero quizá a algún viandante de los mundos postpandémicos le dé que pensar por qué alguien se haría la estatua. ¿Por qué alguien se detiene?, ¿como es que el mundo en los meses de confinamiento dejó de girar?
No se puede vivir haciéndose la estatua, eso es cierto. Tampoco creo que un viandante tenga una dirección solo porque se mueva de un lado para otro. Entonces, lo resumiremos así: las estatuas tendrán que moverse. Y los viandantes no advertidos deberán tomar algo de la honestidad de esos héroes estáticos. Porque no están quietos por nada. *José Miguel García (josemigarmar@gmail.com) es psicólogo de la Educación  

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