Opinión

Hallazgo en la sacristía

Aprincipios de aquel verano de l900, una vez superada la terrible enfermedad causada por la picadura de la mosca de las arenas, Virginia Albox paseaba con su hermano Pablo desde las barquitas de la Sardina, donde contemplaban a los pescadores desembarcar el plateado botín, hasta una playa tapada por un promontorio en cuyas aguas se bañaban, a veces en compañía de Antonio Montaña, compañero de curso de Pablo y gran amigo de ambos, echándose luego sobre la arena, similares a cetáceos llegados de quién sabe dónde.

En realidad, correteaban por toda Ceuta, incluyendo el aduar de Jamila Nuba. A los pocos días sin colegio, conocían a esta o aquella dueña singular que frecuentaba este o aquel mercado y tiendecilla, a cocheros y estibadores de los que escupen por un colmillo. Les resultó especialmente curioso un buhonero llamado Abd ar-Ziryâb, natural de Alcaçar el Ceguer, que de joven estuvo, según decía, en Constantinopla , en Izmir y por las islas del Peloponeso, amo de un trío de borricos con los cuales portaba mercancías varias y cántaras de agua, que era verlas las sofocadas palomas de la plazuela y posarse sobre ellas con el pico abierto.

Al buhonero Ziryâb le encargaban toda clase de artículos, desde pólvora negra para abrir pozos o un mijwiz hecho por él mismo con las tubas de los cañaverales de Barakat Khadra1'. Y si alguien dudaba del buen sonido de sus flautas nada más había de soplar y llevarse el mijwiz por dos reales. Acerca de este Ziryâb , con el que departían los os dos niños mientras el buhonero hacía un alto en la sombra, mucho habría que decir sobre las peripecias que vivió pero eso es otra historia.

Totalmente sí, sí de verdad: el comienzo de las vacaciones fue genial para Virginia. No obstante, en esta vida hay luces y sombras, momentos buenos y malos, y comprobando el padre que la niña no abría por casualidad el libro de latín, asignatura deshonrosamente suspendida en junio, tomó una decisión crucial ,se caló el sombrero de verano y echó a andar por las sombras de las callejuelas hasta la Iglesia del Valle, donde aquel Rey descanso como él deseaba hacer.

Habló con el padre Caster, experto en suspensos de verano. Tras el regateo, se concertó que la rebelde se presentaría en la sacristía anexa, una vez que el padre hubiera almorzado y se echara una siestecilla , sobre las cuatro y media de la tarde veraniega dejándose el portón abierto para este fin. Cerrado el trato y aligerada la cartera, el padre salió de la iglesia con el ánimo ciertamente repuesto. Al no haber otro cateado, Virginia, por así decirlo, disfrutó del padre Caster para ella sola. Las clases se daban al borde de una mesa inmensa, como de refectorio, que era un inmenso mar colore castaño oscuro con taraceas de ebanista fino. Había en la sacristía, además del olor a incienso y cera, vitrinas y aparadores polvorientos, trajes de oficiar y de monaguillo colgados, cálices y copones, estolas, estandartes que reposaban entre el brillo de los bordados de oro y plata. Cuando el padre Caster aparecía al fin, le corregía la tarea. Ella tuvo ocasión sobrada de contemplar aquellas mejillas sonrosadas e híspidas donde blanqueaba la edad. En tanto, el cura la observaba a su vez por encima de sus medias lentes con perspicaces ojos de color castaño entrometido. La niña supo enseguida y sin que nadie se lo contara que el que andaba vestido embutido en oronda sotana negra era de cuidado, hombre entrado ya en edad sobre el cual flotaban una serie de sombras, grandes enigmas que desentrañar, así que no lo hacían de fiar y a pesar de que a veces bufase por dentro, siempre le puso buena cara y no lo contradijo a conciencia. Después de unos tanteos, el carcelero descartó las traducciones de Julio César y se metió a fondo con las declinaciones, con la conjugación de lso verbos), la morfología, la sintaxis y el uso del cum y del ut con subjuntivo. Descartó la Guerra de las Galias, prescritas para el curso y eligió la Controversae de Séneca.

Virginia supo lo que era trabajar en aquel texto periclitado. “Son ya las cinco menos cuarto y tienes hasta las ocho y media, hora en que después de la misa cierro el templo, si no se presenta otra necesidad ,como sería la de ponerte los deberes para mañana” Virginia llevó la tarea hecha y durante las clases procyraba cumplirlo todo con celeridad y eficacia, hinchando los pulmones cuando salía a la calle recobrada de momento la libertad. Al cura también le dio la ocurrencia de practicar oral: “Quid vis, Virginia?” Ella se sonrojó al pasar por el aro y responder: “Latine mense Septembri transire volo”, “Et supra quod?” “Iter, obviam aliis, alius mundus” Al finalizar las Contraversiae descendieron a la La Guerra de las Galias que Virginia tradujo sin diccionario, y luego empezó con la Eneida ante la apacible mirada del párroco que asentía de vez en cuando.

Faltaban ya pocos días para el examen de septiembre cuando Virginia cedió a la curiosidad de echar un vistazo en armarios y aparadores. Halló libros, estampas de un sinfín de santos y vírgenes, polvo y la humedad que no termina de ceder en verano. Hurgó entre ejemplares que se cuarteaban con sólo tocarlos: libelli, libros de salmos, glosarios, volúmenes de exégesis e incluso Registros de Pasajeros que llegaron a aquel singular varadero en totum revolutum. Entre las antiguallas, vio libro de tapas encarnadas y doradas letras arábigas que se titulaba Kitab Ruyar del ceutí Abū Abd Allāh Muhammad al-Idrīs, ejemplar impreso de antes del uso de la bovina de papel.

Sí, se hizo con el libro. Y para qué negarlo, para qué mentir, lo robó con vehemencia, con premura y codicia a, sin pensar en devolverlo, a lo sumo pretextando que salvaba del acabamiento y del olvido a tan valioso ejemplar.

Al final del libro, entre las páginas del Índice y la Plantilla para la Colocación de Ilustraciones, dio con un cuadernillo de apariencia más antigua aún que el libro pero, oh decepción, ella ,si bien se entendía con Jamila Nuba en bereber, no sabía leer arábigo y menos el árabe clásico en que al parecer estaba escrito tanto el libro como los documentos.

Ansiosa de hallar remedio, se preguntó si aquel cura era sabido en arabismos y le espetó:

- Hal taerif lughat alandilsi?

-Turid dayman maerifat almazid - repuso el padre Caster.

Por primero vez en mucho tiempo, Virginia suplicó, bufó, rugió al padre y lloró a la madre. Finalmente, condujo de la mano al progenitor con el fin de que hablara con el cura y aligerara la cartera.

-Pretende que usted le enseñe árabe clásico, nada menos, habiendo suspendido el latín de bachiller

Virginia se puso colorada porque lo escuchó claramente y porque era la pura verdad. Por su parte, el padre Caster bajó la voz y Virginia oyó apenas:

-Está a su alcance…. Bien encauzada la niña es un portento…

Virginia recibió las clases en árabe. De cómo el cura poseía ese conocimiento, nada se sabía. Para ponerse al tanto de este personaje habría que desvelar muchos misterios y enigmas sin resolver, pero eso es ya otra historia.

Por Navidades, Virginia estuvo en condiciones de saborear tanto el libro como el cuadernillo.

Y se puso a leer como la que atraviesa el más ornado pórtico: Historia de Djahabad la Resplandeciente

“Y sucedió por aquel tiempo que el monarca de Madinat Al Hamra ordenó al asceta Najib Al Hayad que se pusiera de nuevo a su servicio y hubo este de dejar los montes de Haggar y enrolarse en la primera caravana que se dirigió hacia el Norte pues de no obedecer la vida suya y la de sus familiares estaba en peligro. La orden recibida era terminante: “Destruye a Djahabad, que no quede de ella piedra sobre piedra“.

A leguas de distancia vio destellar su mezquita de azulejos blancos situada en la colina de la ciudadela. Al atravesar las murallas, Najib hubo de admitir que Dhajaban era la ciudad más esplendorosa que había visto nunca. Sus habitantes contaban orgullosos que su primer monarca, al perseguir a un ciervo herido, entró en un valle de dos algaidas, lugar de tal belleza que por la noche soñó que se encontraba de nuevo allí y que una atronadora voz lo derribaba de la montura, transmitiéndole el mandato por el cual la ciudad tomaba su razón de ser: la paz.

Contemplando la mezquita de azulejos resplandecientes entre el palmeral, los gruesos muros de los fortines y el gentío que atetaba calles y zocos, Najib se dijo que le aguardaba una ardua tarea, rivalizando aquella ciudad con la misma Damasco.

Najib emtró al servicio del monarca y como era eficiente y adulador pronto ascendió de rango. En su nuevo cargo asistió a una reunión en que los notables se repartieron el mando de las tropas. Quedó vacante la jefatura del Ejército del Sur y el venerable general Abî Sûlmâ, pidió que se ascendiera a general a su protegido, el capitán Said Ahmed. La petición fue aceptada. El joven Said saltó de satisfacción al conocer la noticia. Amaba a la princesa Zhazun y su primera intención fue ir a contárselo por lo que entró en sus aposentos como un torbellino y hallándose la princesa en el baño, las servidoras apenas tuvieron tiempo de velar su cuerpo ante el intruso. Una de las domésticas se dispuso a avisar a la guardia para que lo ahorcaran de inmediato pero la princesa ordenó que el muy osado se pusiera de espaldas.

En relación a Said, la princesa cantaba los versos que la intención la inspiraba:

Sin Ahmed , he contado las noches, noche por noche,

Pero de las que viviré a su lado no contaré las veces.

Y tan pronto como vistió el almajar y se aderezó con joyas y abalorios que resplandecían menos que sus ojos, hizo que Said se volviera y le ordenó como castigo que le atara las cintas del calzado. Said se inclinó suspirando y manifestó que había de salir sin demora hacia las Tierras del Sur, aunque antes le apeteciera ser collar de su cuello, ajorca de su tobillo o cintillo de su talle. Poco más tarde, se alejó con su hueste hacia las regiones del desierto donde los rebeldes entorpecían el flujo de mercancías.

En Djahabad, el monarca cayó víctima de imprevista enfermedad. Uno de los sabios de la corte pasó una gema ante la boca del cadáver y esta cambió su bello color carmesí al negro más turbio. La sospecha del crimen recayó en una joven sirvienta llamada Farah, que hubo de firmar los documentos que Najib le presentó dando cuenta de los culpables. Cuando el verdugo cercenó la cabeza del Gran Visir, la joven Farah lanzó un grito de horror a causa de la terrible escena y porque ella era la próxima.

El nuevo monarca El-Walid acusó al rey de Al-Madinat Al-Hanraal de instigador de la muerte de su padre, y ordenó al Ejército del Norte que iniciara las hostilidades. Sucedió que el joven heredero del reino de Medinat Al-Hamra fue apresado durante una escaramuza. El ahora rey El Walid ordenó cubrir su cuerpo de vendas y tras sumergirlo en un caldero de aceite hirviendo hizo que le arrancaran el vendaje a tirones. El joven expiró entre atroces sufrimientos. En el Sur, el general Said Hahmed combatió a los rebeldes y supo por sus espías que el servidor del ídolo que los nativos llamaban Geibel había fallecido quedando aquella divinidad inerme de momento. Said se apoderó del ídolo de piedra y arrancó de él la esmeralda que llevaba inserta. No contento con esto, ató el ídolo a la cola de su montura y lo arrastró bajo el tiro de los ballesteros enemigos sin recibir daño. Tras los combates que culminaron con la conquista de Rass Tarna, un grupo de mujeres y niños fugados del saqueo de la ciudad pensaron que el corazón de su enemigo se ablandaría antes que las piedras y escorpiones del desierto y regresaron a la ciudad. Ante Said Ahmed, la mujer más decidida dijo: “¡Ye, el poderoso Ahmed!, libera a nuestra gente. Derramar la sangre del que puede ser tu aliado y amigo es el mayor de los derroches”. Una segunda manifestó: “Toda sangre deja su albaquía; sólo el perdón conduce a la amistad. Said, que hasta el momento no mostró piedad alguna, se retiró a su aposento y, al cabo, los carceleros pusieron en libertad a los prisioneros, recibiendo estos el abrazo de familiares y amigos. En un extremo de la calle, se elevó un griterío. La gente vitoreaba a Said. Los recién liberados no creyeron que se atreviera a presentarse ante ellos sin escolta. No obstante, Said se aproximó y, entre murmullos de admiración, hicieron círculo en torno y lo aclamaron tres veces y luego tres veces más con el rugido del trueno.

El venerable general Abî Sûlmâ, escandalizado por el bárbaro asesinato del heredero de Al-Madinat Al-Hamra, se pasó al enemigo. Debido a esa defección Dhajabad quedaba a merced de las tropas rivales. El monarca El Walid se dispuso a resistir el asedio en los jardines de palacio, la princesa cortó una flor roja y en las lejanas regiones del Sur, Sid soñó que llovían pétalos de sangre y que la princesa Zhazum le preguntaba: “¿Por qué , amor mío, te encuentras tan lejos de donde se juega nuestra suerte?”. El sueño fue tan real que Said decidió dar por finalizada la campaña y volver. Al presentarse al frente de sus tropas, el joven monarca El Walid salió de las murallas y un inmenso clamor se elevó de la hueste. El Walid alzó los brazos en señal de triunfo anticipado.

La princesa Zhazum contempló el desfile de asnos y camellos cargados con el botín. Said desfiló jinete delante de cincuenta lanceros. Clavó el guerrero en ella su mamada de fuego y la la hizo estremecer. Aquella noche, Saidd le regaló un talismán singular. Dos áureas serpientes cuyas cabezas se enfrentaban, símbolo que los antiguos decían de los mares, sosteniendo una imponente esmeralda.

Said quedó al mando de la ciudad, en tanto que el joven monarca marchó al frente de las tropas y tomó al asalto los muros de Mekén, segunda ciudad en importancia del enemigo, que fue saqueada durante tres días de delirio sangriento. El venerable general ibn Sûlmâ fue requerido para que tomara el mando del ejército de Al-Medinat Al-Hamra en un postrer intento de detener las tropas de Dhajabad. Tras sangrientos escarceos donde se puso en evidencia el talento del veterano militar, el monarca El Walid negoció secretamente con los legados del rey enemigo y al firmarse la paz, le fue entregado el general ibn Sûlmâ al que arrancó el corazón con sus propias manos.

El monarca aceptó el matrimonio de su hermana con Said . Por su parte, el cortesano Najib y otros administradores fueron ascendidos, comenzando, no obstante, una época de tranquilidad en la que el monarca enfermó y, al cabo, a nadie extrañó que muriera. El Matrimonio de la Gema consolidó la paz y aumentó el bienestar de sus súbditos hasta el punto de que viejos y niños abundaron como hierba tras la lluvia. Así transcurrieron años de paz según el talento y poder de los monarcas.A la muerte de ambos, las cosas cambiaron. El sucesor, un sobrino de El Walid, hizo construir una monumento con cuatro guerreros que amenazaban los cuatro puntos de horizonte y en el centro alzó la figura del propio monarca enarbolando su lanza. Pronto el ejército de Dhajabad entró en guerra y tras algunos éxitos iniciales , la ciudad fue asediada por las tribus de los syranus y bab aljanas, siendo la población saqueada, diezmada y puesta en fuga. Los vencedores pasaron el arado sobre las ruinas, esparciendo sal para acabar de convertir la que fue resplandeciente ciudad en un muladar. El longevo Najib Al Hayad exclamó antes de marcharse:

-¡Djahabad, acepta tu destino, que tu acabamiento sea eterno y que tu nombre no vuelva a pronunciarse nuncamás! Y desde entonces las caravanas pasan ante las ruinas sin hacer un alto en el yermo silente”.

En las últimas hojas del cuadernillo se ubicaba el lugar.

Virginia quedó fascinada por aquella historia que consideró cierta. Amplió sus conocimientos arábigos y con el paso de los años no olvidó el relato. En Londres entabló relación con la escritora Eleonore Wosword, exaltándole los enigmas y riqueza de Dhajabad, que deberían arrebatarse a las garras del desierto. La escritora tomó cartas en el asunto consiguiendo la colaboración del arqueólogo Albret Stutme, quien organizó la deseada expedición, con Virginia de principal, zarpando finalmente hacia los misterios de Dhajabad, expedición con multitud de cosas que contar y aventuras que vivir, pero eso es ya otra historia.

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