Opinión

Hacia un nuevo concepto de municipalismo

Estamos inmersos en un proceso global de tránsito hacia una economía más sostenible, que evite el colapso al que nos lleva el calentamiento global provocado por la acción del hombre y su desarrollo económico sin límites. Nuestras necesidades de expansión, generadas por la acumulación y la mayor disponibilidad energética, trajeron una civilización industrial caracterizada por el paso desde la antigua economía de la producción a una basada en la extracción de minerales y combustible, como explica Naredo en su libro “La economía en evolución”.

En los últimos treinta años esta extracción se ha más que duplicado. Según el informe WU Material Flow de 2017, hemos pasado de 36 mil millones de toneladas en 1980 a 85 mil millones en 2013. El profesor Riechmann lo resume así: “Cada día usamos el equivalente en combustibles fósiles de toda la nueva materia vegetal que tarda más de un año en crecer sobre la tierra y en los océanos”. Este uso insostenible de los recursos es el responsable del cambio climático. Caminamos hacia un mundo entre 4 y 6 grados centígrados más cálido a final del siglo XXI, lo que significaría el exterminio de la mayor parte de la humanidad, según nos explica el mismo autor. O, como nos decían desde el WWF en su informe sobre la situación del planeta, en 2010 se utilizó el 150% de la biocapacidad de la tierra, lo que implica que en torno a 2030 requeriremos 2 planetas para poder subsistir, o 2,8 planetas para 2050.

En este nuevo contexto de emergencia ecológica y climática, el municipalismo recobra una especial importancia. Los fundamentos de ello se remontan a Aristóteles, que en el libro I, capítulo VII de Política, distinguió entre oikonomía (etimológicamente normas de administración de la casa), que procura “aquellas cosas cuya provisión es indispensable para la vida y útil a la comunidad” y la crematística que “se mueve sobre todo en torno a la moneda y que su función es la capacidad de observar de dónde puede obtenerse una cantidad de dinero”.

Incidiendo en esto, los profesores Manuel Delgado y Marta Soler, en un capítulo del libro “Para evitar la barbarie”, nos hablan de Karl Polanyi, que en “El sustento del hombre” en 1994 diferenció entre la economía formal y la economía sustantiva. La primera haría alusión a la concepción neoclásica que reduce la economía a elecciones individuales en mercados competitivos guiadas por el criterio de maximización de beneficios empresariales y del consumo. Esta economía sería la heredera de la crematística de Aristóteles y la responsable de los procesos de desterritorialización que rompen los equilibrios socieconómicos del mundo local. Por el contrario, la economía sustantiva, heredera de la oikonomía aristotélica, sería todo proceso social orientado a atender necesidades humanas dentro de los límites biofísicos, porque el ser humano, según Polanyi, “sobrevive mediante una interacción institucionalizada entre él mismo y su ambiente natural”.

Dicho lo anterior, un desarrollo coherente del discurso ecologista nos llevaría a construir vínculos para el cuidado de la vida, pues “el deterioro ecológico, el agotamiento de los recursos materiales y la degradación social nos indican que el decrecimiento y las alternativas económicas son urgente, además de inevitables”, como nos indican los autores citados anteriormente. Muchas de estas alternativas están ya aquí. Hay ejemplos magníficos de agroecología, sistemas productivos artesanales vinculados a mercados locales, cooperativas de viviendas, producción de energías renovables descentralizadas, cooperativas de crédito para la autonomía financiera, bancos éticos….

Y también han tenido su plasmación teórica en conceptos como economía solidaria de Coraggio, decrecimiento de Latouche, el buen vivir inspirado en indígenas latinoamericanos, de Acosta, la economía ecológica de Martínez Alier, ciudades en transición de Hopkins, economía feminista de Carrasco y Pérez Orozco, o la soberanía alimentaria de Demarais y McMichael.

Entre todos estos conceptos me ha llamado especialmente la atención uno, que también se plasma en el libro “Para evitar la barbarie”, referido a la artesanía biomimética, que sería una estrategia de reconstrucción ecológica de la economía basada en una búsqueda coherente entre sistemas humanos y ecosistemas, como nos dice el profesor Riechmann. En este sentido, lo artesanal, como argumento, estaría unido a la habilidad manual, pero también a la lentitud, al compromiso con la labor bien hecha, la ausencia de vanidad por los resultados y el orgullo del trabajo propio. Implica una nueva temporalidad que respeta tanto el ritmo de la naturaleza como el de la vida en comunidad, según este autor.

Hace tiempo que vengo reivindicando la vuelta a los oficios artesanos y al municipalismo, como estrategia de pervivencia frente a un mundo que nos conduce a la barbarie. Especialmente en este momento, cobran una renovada actualidad estas ideas, pues la emergencia de la situación de nuestro planeta reclama esfuerzos en este sentido. Personalmente estoy comprometido con este cambio. A nivel académico y a nivel existencial. Conforme avancen los tiempos, iré explicando mi grado de implicación, por si ello resultara de interés para alguno de mis lectores.

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