Se dice que Antonio Machado sólo tuvo un único amor, su madre, doña Ana; y como prolongación de ella, Leonor, su esposa; aquella jovencita de Soria que murió de tuberculosis cuando tenía diecisiete años y llevaba solo tres de casada. Aunque es lógico pensar que en el poeta también debieron existir más mujeres, sobre todo Guiomar, otro gran amor a quien le dedicó los poemas más sensuales. “... junto a la fuente [quisiera] besar tus labios y apretar tus senos!”.
Guiomar aparece tardíamente en el escritor sevillano. Pero, ¿quién fue la misteriosa mujer que irrumpe en su vida, cuando se trasladó de Baeza a Segovia, llevándolo a un comportamiento de joven enamorado (tenía, entonces, cincuenta años), un tanto alocado, más propio de adolescente?. Difícil resultó identificar esta dama. No así los escenarios de algunos versos, pese a lo críptico, y que se corresponden con los lugares donde tuvieron lugar los encuentros prohibidos de los dos amantes.
Es cierto que Guiomar llegó a convertirse en un enigma en la biografía machadiana, dando lugar a especulaciones de todo tipo, desde ser considerada como una mera invención del escritor (recordemos que así lo estimó Joaquín Machado, el hermano de Antonio); hasta barajarse una serie de nombres, quedando fundamentalmente reducidos a dos, a partir de 1950, cuando Concha Espina, la novelista, publica “De Antonio Machado a su grande y secreto amor”, convirtiéndose en una de las posibles mujeres del inquietante seudónimo -¿Por qué eligió Machado ese falso nombre que nos lleva al catálogo de las heroínas de nuestro Romancero? ¿Por qué tanto misterio y esconder con veladuras neorrománticas una gran pasión? ¿Lo pudo impedir el que estuviese casada, obstáculo del que habló el poeta?
A partir de estas preguntas y apoyándose en una escrupulosa investigación documental, respondió con su libro “Los últimos caminos de Antonio Machado” el hispanista Gibson, donde se arriesga a ponerle rostro a la musa que para él no es otra que Pilar de Valderrama, perteneciente a una familia acomodada de Madrid (poseían tierras en el pueblo cordobés de Montilla) y de la que se ha dicho que tenía un físico muy agradable, una palabrería que la llenaba de gracia, pese a lo cual, su introversión hizo que la tildaran de “rara”. Pilar estuvo casada desde los veinte años, con un ingeniero, también madrileño, Rafael Martínez Romarate, pese a que su auténtica vocación fue el campo de la escenografía y luminotecnia teatrales, llegando a convertirse en director del Teatro María Guerrero. Tuvieron tres hijos.
Pilar de Valderrama, poeta y dramaturga, era una mujer asidua participante de tertulias culturales y reuniones, llamémosle, feministas, donde acudían entre otras, María Maeztu, la propia Concha Espina y la compañera de Juan Ramón Jiménez, Zenobia de Camprubí. Algunas del grupo defendían ideologías conservadoras en lo político, asó como no disimulaban una extremada beatería en lo religioso. Entre ellas, Pilar. Mas que el futuro de felicidad con el que soñó siempre Pilar, se truncó cuando el marido le confiesa haber tenido una amante, de cuyo suicidio él se siente culpable. Es esta confidencia la que divide su vida en un antes y un después, reaccionando al conocer la infidelidad del esposo, abandonando el domicilio y marchándose a Segovia, donde buscará tranquilidad y sosiego para decidir qué hacer en adelante... Pero no fue en esta huida cuando conoció a Antonio Machado, sino en un segundo viaje a la misma ciudad, encontrandose los dos en el Hotel Comercio. Todo esto lo contaría ella en su libro Sí, soy Guiomar, publicado posteriormente, en 1981. En el volumen, que prologó Jorge Guillén, se incluyen una selección de recuerdos, algunas evocaciones y parte, solo parte, del epistolario con Machado; aquellas cartas que Pilar no quemó. En una, incluso, sabemos que el poeta le hace una oferta de incluir versos suyos en la obra La Lola de va a los puertos, pero que, al final no pudo ser por oponerse Manuel Machado, coautor del texto.
Desde ese momento de verse en Segovia, Machado quedó embelesado con la dama, iniciándose una extraña historia de amor que, para Gibson, tuvo desde sus comienzos, mucho de literatura; en concreto la de los “Cancioneros., esas colecciones repletas de princesas taciturnas y despiadadas, y trovadores sumisos.
Antonio ansía la plenitud de la pasión, mas le resulta imposible alcanzarla de aquella mujer, atada a prejuicios sociales y a un catolicismo extremo. Será pues Guiomar la que imponga que todo debe quedar reducida a una fusión, no de cuerpos, sino de espíritus. No obstante, se dieron como en otros modelos de amores ocultos, los encuentros furtivos, los paseos bien lejos de las miradas acusadoras y hasta las obsesiones otelianas, en el sevillano, celos que le inducen a convertirse en un guardián vigilante de la casa donde habita Pilar y donde ella, conocedora del juego erótico, sólo mostrará su figura de una manera evanescente que el poeta imaginaría através de los visillos del balcón. Nuestra ‘Guiomar’ es mujer que gusta más que mostrar, insinuar. Son estas normas las que la convierten en algo parecido a la Dama san merci y al autor como su fiel vasallo. Tenía razón Gibson: estos enamorados han conseguido que sus vidas sean controladas por normas literarias, trovadorescas, tan rememoradas por los modernistas y pintores de fin de siglo XIX.
En resumen: esta es la historia sintetizada de Guiomar, cuando empezaba su madurez, (treinta y ocho años); y de una poeta casi viejo. Fueron casi ocho años de una relación que calificaríamos de ‘casta’, reducida a citas semanales en los jardines de la Moncloa, o en un café , apartado, de Cuatro Caminos, al que llamaron “rincón conventual”. Encuentros de fines de semana y dos cartas cada siete días en las que fingían vivir unos amores que, como decimos, no fueron reales, sino de forzada castidad. Las citas quedarían canceladas por la inseguridad en las calles madrileñas, en momentos peligrosos, preludio del golpe militar. Solo hubo comunicación escrita en esas misivas que, también, se acaban en marzo de 1935 (se había iniciado en 1928), cuando el marido de Pilar Valderrama, quizás disponiendo de información privilegiada, decide llevarse a toda la familia, incluida su mujer, a Estoril.
Acierta José Luis Cano cuando escribe que en estos amores nunca hubo sensación de cansancio ni de agotamiento. Solo la muerte y la guerra los separó:
Sé que habrás de llamarme,
cuando muera, para olvidarme luego...
Más allá de tus lágrimas y
de tu olvido, en tu recuerdo
me siento ir por una senda clara,
por un “Adiós, Guiomar”, enjuto y serio...
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