No suelo callarme pues ya lo hice casi toda mi vida. Mi educación, mi miedo, mi timidez, el complejo de inferioridad, la angustia a hacer el ridículo, el ser señalado por los otros, aunque los otros sean unos perfectos desconocidos.
Ahora me he hecho un guerrillero lanzando cañonazos, una terapia diaria que me reconcilia con los silencios de mi historia personal, plagada de cilicios mentales y torturas en la que yo mismo era el torturado y el torturador.
La experiencia de esta columna diaria de disidencia y protesta no gusta a todo el mundo, ya faltaría. Unos y otros aplauden, critican, expresan emociones infundidas por mis palabras: indiferencia, rabia, solidaridad, cólera, apoyo, ataque; es lo que tiene dar una opinión personal.
En alguna ocasión he aguantado lo que no está escrito por contar lo que veía; en otras, me han advertido que no se me ocurriera dar a la luz un tema conflictivo. Más de una vez, perdí la batalla al defenderme con vehemencia sobre algún cañonazo que otro.
Me arriesgo a pecho descubierto pues me debo mucho a mí mismo y a los que se atrevieron a hablar por mí.
Saco a las 12 un arma de guerra cargada de palabras.
Imponer silencio no es lo mismo que guardar silencio: la disciplina del partido, una dictadura, perder el trabajo, ser discriminado, que te hagan un vacío social. El silencio se impone o nos lo imponemos para sobrevivir.
El periódico de Extremadura publicaba un artículo que hacía referencia la situación de las mujeres afganas, lo que cuenta el escritor viene al caso para entender mejor el asunto:
“¿Qué sería si le prohibieran lisa y llanamente no poder hablar? ¿No le parecería algo insoportable? Pues esto mismo es lo que han de sufrir las mujeres afganas tras la última ley de los fanáticos que las gobiernan; una ley por la que se les prohíbe no solo hablar, sino hasta el mero uso de su voz en lugares públicos. Y ante todo esto lo último que debemos hacer es, precisamente, callarnos”.
Tergiversación de las palabras sacadas de contexto, uso torticero de cualquier exposición, palmeros que dan la razón al poder para buscar un premio o para evitar el castigo.
Sócrates decía no escribir pues no podría defenderse de sus críticas, Wittgentein defiende que en los límites del lenguaje que “de lo que no se puede hablar es mejor guardar silencio”.
Hay otros dichos: Calladito estás más guapo. Por la boca muere el pez. Oir, ver y callar. Uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios.
Yo tengo la inmensa suerte de romper ese silencio que rumiamos y que nos aborrega: El Faro es el mejor micrófono.
Lo que sí es verdad que la libertad tiene un precio, y más en una dictadura pintada de democracia con una sonrisa grotesca.
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