Conocí a Gregorio por mi amigo Pedro; como os conté en otro CAÑONAZO, Pedro trabaja en ‘Plena inclusión’y para ayudar su sueldo mileurista trabaja con ancianos: despertarlos, estar con ellos para cualquier asunto, pasear, desayunar, merendar, andar, llevarlos al médico, a la barbería y a lo que se tércie. Me emociona ver con el cariño y la ternura que trata a los ancianos en un alarde de empatía difícil de superar.
Así, me presentó a Gregorio una mañana, cuando el sol de invierno hacía un pulso con los rigores de esta estación.
Gregorio había sido el farmacéutico de ‘La Pinta’, farmacia sita en la calle Alfau.
Me imagino que todos los ceutíes la habremos visitado alguna vez en los turnos de guardia o en horarios habituales.
Hablar con Gregorio es viajar hacia el pasado: su pasado, la historia de medicamentos, fórmulas magistrales, balanzas con una precisión exacta, productos químicos, recetas personalizadas y los imaginados laboratorios en busca de la salud perdida y los remedios para las dolencias.
Su rostro irradia paz, su sonrisa ilumina cada pregunta y cada conversación, sus emociones parecen un elixir que hipnotiza la atención para sumergirte en una dimensión habitada de matraces, pipetas, tubos de ensayo y una parafernalia de instrumentos de brujo en el que hacían sus pócimas.
Gregorio nació en la provincia de Santander pero su vida transcurrió en los Madriles de principios de Siglo. Allí estudio farmacia y comenzó a trabajar en el ejército. Cansado de la movilidad en los destinos decidió embarcarse en un préstamo y abrir la farmacia.
Mientras tomaba sus churros con chocolate de todas las tardes me confesó que no había tomado un medicamento en su vida; como dice el refrán: “ en casa del herrero, cuchillo de palo”. Me cogió la mano cuando iba a endulzar mi café con sacarina: “ ¡Ni se te ocurra, es un veneno de diseño utilizado en tiempos de crisis!. Toma siempre azúcar en su justa medida.
Con el humor y el tono de su voz siempre agradable nos dijo que muchas veces tenía que llamar al médico por una letra ilegible. La caligrafía podía llevarse a la tumba al más pintado. También tenía que comprobar más de una vez las proporciones ordenadas por los matasanos pues la vida pendía de un miligramo.
Gregorio tuvo cinco hijos y cinco nietos, vivió tres guerras, sobrevivió a gripes, se inmunizó de enfermedades que viajaban con los enfermos que cruzaban la botica y venció la pandemia que se llevó a la tumba a cientos de personas de edad avanzada.
Anda, come bien, ten la cabeza ocupada, comprométete con tu trabajo, trata bien a las personas, piensa en proyectos y sujeta la vida como una novia, aunque nunca te lleve al altar; así vencerás al dolor y a la muerte.
Lo veréis por las calles, en la cafeterías, zampando churros, saboreando pasteles, comiendo bocatas. Fijaros en su mirada profunda, en su rostro desarrugado, en la fortaleza de sus manos cuando da la mano.
Así es Gregorio, Gregorio de la Pinta Mediavilla, un héroe anónimo que pasea nuestras calles.