De nuevo han surgido roces entre los gibraltareños y los pesqueros del Campo de Gibraltar a cuenta del vertido de bloques de hormigón a las aguas de la bahía de Algeciras, para hacer un espigón, y como continuación del continuo volcado de arena para ensanchar el territorio del Peñón. Los gibraltareños basan su derecho a la soberanía sobre Gibraltar en el tratado de Utrecht que textualmente dice: “El Rey Católico cede a la Corona de La Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar”. Aun conscientes de que en los inicios del siglo XVIII, el concepto de propiedad equivalía al de soberanía, porque eran los reyes los propietarios de sus territorios, el argumento del derecho a la soberanía carece en la actualidad de valor, puesto que ya no son los reyes los propietarios de sus reinos. No lo son ni Isabel II ni Juan Carlos I.
Si realmente se trata de la cesión de una propiedad de un rey a otro, el de España al de Gran Bretaña, esta no puede extenderse hoy día al del un estado, el Británico, cuando a partir del siglo XIX desapareció el concepto patrimonial de las monarquías. Es decir, si Gibraltar fue cedido como propiedad al rey de Inglaterra, este debería haberlo devuelto al de España en los albores del siglo XIX, para que el monarca español, lo cediera, cuando se gestó el concepto de monarquía parlamentaria, al estado, y por consiguiente, al pueblo español, que es su verdadero dueño.
Asimismo, no se puede argumentar por un lado la validez de la propiedad y, sin embargo, por otro aseverar que las condiciones impuestas a estas propiedad están ya obsoletas. Así por ejemplo, no se puede argüir, con el derecho internacional del siglo XXI en la mano, que los gibraltareños tienen derecho a aguas territoriales, cuando en el siglo XVIII el tratado no las cedía. En estas aguas supuestamente territoriales, esquilman la pesca, contaminan y arruinan en la actualidad al artesano español de la mar. Si el tratado es válido en un concepto, tal como el de la soberanía, debe serlo también en otro, el de las aguas territoriales, aunque en la actualidad se reconozca ese derecho a todos los territorios.
Tampoco se puede admitir como válido en el contexto del derecho a las aguas territoriales, el hecho de que se rellenen estas con arena que, no solo modifican el equilibrio ecológico de la zona, sino que es un fraude, puesto que, a lo más que tendrían derecho los gibraltareños es al uso y disfrute de esas aguas territoriales, no a convertirlas en territorios. No creemos que su ignorancia llegue al extremo de considerar que el adjetivo de “territoriales” a las aguas que rodean al Peñón, sea equivalente al de ampliar la superficie terrestre de este.
Si se respeta el derecho de soberanía según los cánones del siglo XVIII (cesión de la propiedad) debería respetarse también absurdos cronológicos como el cierre de la verja en el contexto de la Unión Europea. Según el tratado de Utrecht, España está obligada a mantener comunicación solo por mar con esa Colonia y no por tierra. Además, en la actualidad, debido a las especiales condiciones arancelarias de Gibraltar en el seno del Mercado Común Europeo, es preceptivo el control por parte de las autoridades españolas de su paso fronterizo.
De la misma manera si se exige el cumplimiento del respeto a la propiedad (totalmente caduco como decimos) también debería exigirse el respeto al artículo en el que se prohíbe la entrada en el Peñón, por razones de seguridad, de población judía y musulmana. Este precepto viola por completo las leyes sobre emigración que existen en la Unión Europea y, todos sabemos que los trabajadores del Campo de Gibraltar fueron sustituidos por marroquíes cuando Franco ordenó el cierre de la verja en los años cincuenta.
Todos estos anacronismos no son sino parte de un anacronismo mayor, que es la existencia en territorio europeo de una colonia, nada comparable a las posesiones españolas que tiene España en el Norte de África por el derecho de conquista, aceptado hasta mediados del siglo XX como adecuado para sostener la posesión de un territorio. Gibraltar ostenta y ha ostentado siempre la etiqueta de colonia, las posesiones españolas nunca lo fueron.
Tampoco pueden olvidar los gibraltareños que, según el tratado de Utrecht, en caso de que Gran Bretaña decida renunciar a “su derecho de soberanía” sobre el Peñón, este debe pasar a España y no a ningún otros país, ni tampoco puede ser posesión de sus propios habitantes, ni por cesión de Gran Bretaña ni mediante referéndum alguno. En caso de dejar de ser una colonia británica, Gibraltar se convertiría ipso facto en posesión española.
No se puede esgrimir el tratado de Utrecht solamente cuando sea beneficioso para los intereses de los gibraltareños.
Finalmente, hay que referirse al escaso acierto de la diplomacia española, que no ha acertado nunca con el verdadero camino para solventar ese problema enquistado. Entre esos errores, el último se produjo en los acuerdos de Córdoba de 2006, en los que a cambio de casi nada en la cuestión de Gibraltar, España aceptó, según la catedrática de Derecho Internacional, Araceli Mangas en su artículo en el diario El Mundo del pasado 18 de julio, condiciones casi leoninas como la entrega de forma gratuita de la compañía de aviación Iberia. Cualquier paso que se dé en el sentido de solucionar un problema de soberanía, uno de los pocos existentes en la actualidad en Europa, pasa por abandonar políticas aliancistas y hacer valer el derecho internacional en su cobertura actual.
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