Opinión

Gibraltar, la roca de la discordia que no oculta la batalla diplomática

Si bien, las Columnas de Hércules fueron una parte legendaria de origen mitológico, ya en la Antigüedad hacía referencia a los promontorios que circundan el Estrecho de Gibraltar, porque, en aquellos tiempos pretéritos, era el límite del mundo conocido por los griegos; según el historiador y geógrafo Heródoto de Halicarnaso, el mercader y navegante Coleo de Samos lo franqueó alrededor del siglo VII a. C.
La designación más lejana que menciona a las Columnas, dice proceder de los griegos quiénes la llamaron ‘Estelas de Heracles’; posteriormente, los romanos la denominaron ‘Columnas Herculis’, o sea, ‘Columnas de Hércules’. La Columna Norte ‘antiguo Kalpe o Calpe’ es retratada como el Peñón de Gibraltar, evidentemente, acompañada bajo la atenta mirada de la Columna Sur, en tiempos pasados ‘Ábila o Abila’, quien a través de la Historia ha sido objetada; siendo presumiblemente sus dos postulantes, bien el ‘Monte Hacho’ en Ceuta o el ‘Monte Musa’ en el Reino de Marruecos.
Siglos más tarde, en las proximidades de estas aguas donde se produce la unión natural de dos masas de agua y la separación de dos continentes, concurre una disputa centenaria en un espacio de apenas 6,8 kilómetros cuadrados, por 4,5 de largo y 1,2 de ancho situado en el extremo Sur de la Península Ibérica, conocido como Gibraltar.
Con anterioridad, siguiendo el acontecer de estas costas, allí estuvieron los fenicios y griegos que se la disputaron, pasando más tarde a ser dominio romano, vándalo, visigodo y parte del Imperio bizantino; volviendo de nuevo a ser visigodo, hasta que, en el año 711, pasó a manos musulmanas.
Lo cierto es, que este trocito de tierra que hace frontera únicamente con España, actualmente es suelo británico de ultramar.
Irremediablemente, debemos remontarnos a los prolegómenos del siglo XVIII, para desentrañar por qué Gibraltar políticamente forma parte del Reino Unido y no de España, como debería ser en relación a los criterios territoriales que más adelante ampliaré. Su pertenencia de hoy, se debe a la firma de los Tratados de Utrecht y Rastatt, entre los años 1713 y 1715, tras la Guerra de Sucesión española (1701-1714).
Un cruento conflicto de armas, que en el viejo continente militarizó a todos los ejércitos. En concreto, en el año 1710, se dedujo que 1,3 millones de soldados de ambos bandos, estaban llamados por doquier, porque la conflagración igualmente se extendió hasta las Américas.
Por lo que el gran reguero de sangre y muerte estaban más que garantizados, unas contiendas que se llevaron la vida de 1.251.000 personas. Francia, se convirtió en el estado más castigado con 500.000 bajas. Adquiriendo una profunda onda expansiva que hizo titubear al Imperio Español, porque, de golpe vio como se disipaban sus posesiones en Europa en favor de Inglaterra, Francia y Austria; viéndose comprometida a hacer concesiones ante la voracidad comercial británica, e indudablemente, esta situación haría permutar el mapa político desde distintos enfoques.
Inicialmente, el Tratado de Utrecht podría considerarse metafóricamente para España como el cielo, y simultáneamente, el infierno; primero, puso el punto y final a los cientos de miles de fallecidos en la Guerra de Sucesión; segundo, apenas una década antes, a las bravas administrativamente perdimos Gibraltar.
Ahora, eran palpables los menoscabos originados en 1713, con en el derecho del asiento para el comercio de esclavos en América, además, la Isla de Menorca y Gibraltar para Inglaterra; conjuntamente, los Países Bajos españoles para el imperio austríaco, y, finalmente, Sicilia al duque de Saboya.
Este acuerdo de naturaleza enteramente territorial, político y diplomático, sería suscrito por España, Francia, Gran Bretaña y Austria por el que se accedía a la paz entre los imperios europeos principales, en virtud de una serie de pertenencias territoriales, que predispondría significativas variaciones entre los límites fronterizos de aquellos tiempos.
En lo que atañe a Gibraltar, España cedía este espacio valiosísimo a Gran Bretaña, junto con la Isla de Menorca, a cambio de reconocer a Su Majestad Don Felipe V (1683-1746) como el Rey de la Corona española, pero, desistiendo a cualquier intento de probable derecho a la Corona francesa.
Al mismo tiempo, confluía el precedente en la comercialización de las Indias españolas, con el ‘navío de permiso’ y el ‘asiento de negros’, en lo que concierne a la autorización para negociar con esclavos en regiones de Asia y América.
Llegado hasta aquí, se comenzó a sospechar que el Tratado de Utrecht determinaría el preludio de la hegemonía británica, como de hecho, así sucedió.
Desde entonces, a lo largo y ancho de los trescientos años transcurridos, Gibraltar ha sido un punto de fricción entre ambos países, porque Gran Bretaña irónicamente ha vulnerado los acuerdos afines a la jurisdicción territorial, como la comunicación por tierra y las condiciones decretadas para que concluyera la cesión de la soberanía sobre el peñón.
Aunque, no se discute la vigencia del Tratado de Utrecht, si nos ajustamos a lo verdaderamente instaurado, allende de los muchos debates y batallas bélicas que se han derivado, cabría preguntarse: ¿Qué se ha sacado a relucir justamente al respecto?, o ¿qué se ha asentado en sus disposiciones? Por último, desde este acuerdo ¿ha respetado Gran Bretaña las materias básicas? Sin duda, históricamente nos encontramos ante uno de los tratados más sensibles de la Historia de España, debiéndonos retrotraernos en el tiempo hasta el año 1700, para hilvanar la concatenación de lo que estaría por desencadenarse y alcanzar nuestros días.
Previamente, el día 1 de noviembre de este mismo año ocurriría algo irrevocable, me refiero a la muerte de S.M. el Rey Don Carlos II de España, último representante de la Casa de Habsburgo, con el condicionamiento de no haber descendencia real. Ahora, los dos actores internacionales más pujantes del momento, se cuestionaban el control de la Corona española, pretendiendo superponer a sus nacionales para tomar la monarquía.
En el caso de España, esto se descifró en una guerra civil entre pro-borbónicos ‘Corona de Castilla’ y austracistas ‘Corona de Aragón’. La batalla dejó a España más atenuada de cara al exterior, al dilapidarse importantes territorios. Esfumándose la Corona de Aragón, al vencer los Borbones e implantarse un modelo centralista de Estado.
En principio se dispuso que la Corona pertenecía a Don Felipe V de Borbón, nieto de Luís XIV de Francia (1638-1715). Quién administró medidas restrictivas contra los austracistas que habían ayudado al archiduque Carlos y que perjudicaron, mayormente, a los Estados de la Corona de Aragón, con especial inclinación las regiones catalanas. Como ejemplo, se pondría fin, el Principado de Cataluña. "Tres siglos que han dado para mucho y por el que irremediablemente se han sucedido demasiados desencuentros, no habiéndose tanteado una posible hoja de ruta” Llegado el momento de la firma de estos acuerdos, los intermediarios consignados por el Rey, no les quedó más remedio que hacer concesiones en todas las partes. Pero, que Gran Bretaña terminara haciéndose dueña de Gibraltar, no iba a ser casualidad. Ya que, con su control, endurecía su posicionamiento en el Mediterráneo Occidental, en un escenario de contracciones constantes entre las potencias de Europa, empeñadas por dominar el mercado marítimo y los reductos geoestratégicos.
Nueve años antes del refrendo de este Tratado, Gran Bretaña confiscaba Gibraltar, arrebatándosela a España. La invasión se efectuó en el año 1704 y los ingleses se valieron de la disyuntiva de la Guerra de Sucesión y del agotamiento aparente de España por salvaguardar este enclave. Con un asalto encarado por el almirante George Rooke y una armada dispuesta de sesenta y un buques, la Ciudad en pocos días se doblegó, hasta izarse en lo más alto la bandera británica.
Esta conquista fue legitimada por el Tratado de Utrecht, mediante un documento aprobado por la soberana Ana Estuardo (1665-1714) y Felipe V, fijándose el Artículo X que literalmente dice: “El Rey Católico, por sí y por todos sus sucesores, cede por este tratado a la Corona de Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la Ciudad y el Castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto y las defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno”.
Hoy, este territorio singular y en continua discordia, nos recuerda que el Tratado no plasmó los límites fronterizos, como tampoco, las aguas jurisdiccionales que debían permanecer bajo mandato británico. Si no, que directamente se le otorgó la población de Gibraltar y los fuertes españoles edificados, porque la propiedad en sí, era cedida “sin jurisdicción territorial y sin comunicación abierta con el país circunvecino”.
Más, aun, en 1729, Felipe V dio por iniciada la restauración de dos fortificaciones en un radio de algo más de un kilómetro, instituyendo la conocida ‘línea de Gibraltar’. Su posición de baluarte meramente militar cambió en 1830, cuando Inglaterra reconoció unilateralmente el Estatuto de colonia y a la urbe con algunos derechos civiles.
Lo cierto es, que en diversos regímenes España sometió a esta roca a terribles ataques, como los materializados entre 1779 y 1783, en los que perecieron más de cinco mil soldados, por mil novecientos británicos; a pesar de ello, este promontorio es el único emblema colonial de aquel antiguo Imperio.
Esto nos lleva a sopesar, que, aunque el Reino Unido posee un título legal de soberanía, habría que zanjar las dificultades del cariz territorial, porque en el citado apartado no existe una línea fronteriza, ni a la postre se formalizó una demarcación. Tan sólo se detalla, que la Ciudad, el Castillo y los edificios incorporados en 1704 eran británicos, pero, ¿qué sucede con las ampliaciones del área que aparecieron en los años sucesivos?
España ya expuso su total negativa a la presencia británica en la lengua de tierra e impugnó la obra del aeropuerto en 1938, al atinarse fuera de la circunscripción concretada en el Tratado de Utrecht.
Pero, para impedir posibles abusos y engaños en la introducción de las mercaderías, el acuerdo reglaba al pie de la letra, que “la comunicación por mar con la costa de España no podía estar abierta y segura en todos los tiempos”. Esto incomunicaba por tierra a Gibraltar, a la que dejaba proveerse del mar para su sostenimiento, pero no para comercializar con lo obtenido. Y en épocas de “grandes angustias”, autorizaba a sus residentes a adquirir provisiones en territorio español.
Por ende, el empeño del Reino Unido pasa porque las aguas que bordean el Peñón, sean única y exclusivamente suyas. Según esta teoría, España mantuvo incomunicado a Gibraltar hasta 1985, cuando, en al hilo de integrarnos en las instituciones europeas y a la Organización del Atlántico Norte (OTAN), se pretendió polarizar a los gibraltareños a posiciones más propicias por nuestra causa y para auspiciar el impulso del conjunto de la zona.
Pese, a los innumerables intentos por facilitar intercambios a fin de rescatar este territorio, no se han producido los avances esperados. Si no, más bien, al contrario, ya que Gran Bretaña ha afianzado su estatuto político autónomo, aparte de ir fortaleciendo la economía de la colonia y seguir remando contra corriente, para transformar a medio plazo el Peñón en un foco de negocios.
El tercer pacto constituido es primordial, al sugerir que España tiene preferencia para dar por consumada la cesión, si llegada la circunstancia Gran Bretaña propusiera “dar, vender o enajenar de cualquier modo, la propiedad de Gibraltar”. En este sentido, la dirección británica ya ha resuelto enajenar su colonia. Comprensiblemente, no opta por una potencia extranjera, pero sí por el conjunto poblacional de esta minúscula zona, mediante los ambiguos beneplácitos que se han dispuesto.
La modificación de la Constitución de Gibraltar del año 2006, incorpora el derecho de autodeterminación de los gibraltareños, aunque ésta supedite los tratados reinantes, tal y como demandó España. Si tuviésemos en cuenta el Derecho Internacional e intuyéramos el Artículo X del Tratado de Utrecht, la cesión de España estaría acabada y correspondería amortizar los derechos soberanos sobre el territorio entregado.
No hay que dejar en el tintero, que el mencionado texto contempla a este territorio, como un recinto de engranaje estratégico sin tamaño demográfico, por lo que nada se especifica de sus habitantes. De ahí, que se resolviera el restablecimiento del mismo a España, si Gran Bretaña renunciase a él. Esto no solo imposibilita la transferencia a un tercer estado, sino, de igual forma, a una Gibraltar independiente, algo que respalda las Naciones Unidas con su Resolución 2253 del año 1967.
En conclusión, la tesis de Gibraltar y los litigios sobre la magnitud de la cesión, como el istmo y las aguas, se hallan en una coyuntura históricamente capital, ya que las vías jurídicas y políticas habidas para solucionar el debate, se topan inactivas.
Estos marcos, que se emplazan internacionalmente en la esfera multilateral de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y en el bilateral de Bruselas, rematado con el Foro tripartito, están frontalmente impugnados: el Reino Unido y Gibraltar contradicen la doctrina de descolonización y el mismo molde por la ONU a Gibraltar. Mientras, el gobierno de España no admite la configuración tripartita del Foro de Diálogo resuelta bilateralmente en 2004.
En definitiva, si para España legalmente Gibraltar es ‘territorio ocupado’ por una potencia aliada y amiga en los que ambos acogen la autenticidad de este Tratado, sin embargo, actualmente desentonan en su eficacia y este, rotundamente es negado por Gibraltar.
Tres siglos, que han dado para mucho y por el que irremediablemente se han sucedido demasiados desencuentros, no habiéndose tanteado una posible hoja de ruta.
En este momento, si cabe, las alternativas futuribles se tornan más enrevesadas, porque para Inglaterra, Gibraltar ya no tiene peso desde la panorámica militar, pero, sí desde el aspecto económico. Y es que, por su simetría en la boca del Estrecho, ha sido y es uno de los accidentes geográficos más pretendidos; su valor se vio multiplicado en acontecimientos puntuales como la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y Segunda Guerra Mundial (1939-1945); la Guerra Civil Española (1936-1939) y la Guerra de las Malvinas (2 abr. 1982 - 14 jun. 1982).
Actualmente, su puerto es una base imprescindible para la Marina británica.
Por lo demás, pese a que sus representantes lo desmienten, Gibraltar es un enigmático paraíso fiscal, donde la economía prospera en régimen especial para las empresas. Tal es así, que la renta per cápita de cada habitante gibraltareño, se ha elevado hasta colocarse por encima de la de los ciudadanos británicos.
No es de sorprender, que en esta superficie existan más empresas que propiamente lugareños.
Pero, ¿existe algún paralelismo al respecto con las plazas de Ceuta y Melilla? Si el Peñón es un territorio supeditado a la descolonización, las cinco plazas que nuestro país conserva y defiende en el Norte de África como las dos Ciudades Autónomas, los peñones de Vélez de la Gomera y Alhucemas y el Archipiélago de las Chafarinas, jamás han estado en las listas del Comité de Descolonización de la ONU.
Objetivamente, el reino alauita no ha impugnado la lista de territorios no autónomos que España facilitó tras su entrada en la ONU en 1955, como, de la misma manera, no ha recibido solicitud alguna de información sobre estos enclaves. Paradójicamente, muy al contrario, ha ocurrido con el Reino Unido, que en 1946 introdujo en su lista de territorios no autónomos a Gibraltar, estando reclamada por España e inspeccionada por las Naciones Unidas.
Desde luego, la polémica se ha tornado en un requerimiento histórico y persistente del Estado, ante lo catalogado como una desmembración del territorio de España. Mas, en el imaginario nacional, en una impugnación de simbolismos identitarios de una crónica de irredentismo ‘no liberado’ por la pérdida de la Ciudad y del confinamiento de su metrópoli, ante la sustracción con insidia por otra nación que, desde entonces, permanece con una base militar y tolera todo tipo de movimientos irregulares y reprensibles.
Contrariamente, al concurrir numerosas interrogantes sobre si Gibraltar es o no es española, la certeza jurídica sobre esta cesión nacida del Tratado de Utrecht expone, que es un título jurídico totalmente lícito en la adquisición de un territorio, que tiene su seña de identidad en las Naciones Unidas.
El principal obstáculo para la resolución de este conflicto que, por momentos, parece enquistarse, pasa por valorar el punto de vista de la población gibraltareña, que está dispuesta a resolver su futuro; porque, Gibraltar, especula como incoherente su disposición vigente, demandando más protagonismo en sus instituciones y administraciones.

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