Colaboraciones

Un gesto antiguo

Cada vez, más cerca de Marte, pero yo sueño con regresar a Éfeso, a Agrigento, a Palmira, a Alejandría, a Ítaca… Cada vez, más emoticonos, pero yo sigo buscando en el diccionario aquel adjetivo concreto, aquel sustantivo preciso con el que pueda expresar exactamente qué siento y cómo me siento. Cada vez, más sofisticados dispositivos electrónicos a nuestro alcance para estar bien informados y constantemente comunicados, pero yo todavía recurro a la voz hablada y escuchada, al papel escrito y leído.

Una larga y pausada conversación telefónica, una historia contada en torno a una hoguera al calor de una taza de café; una carta, una nota escrita con pluma en un papel especial y con caligrafía primorosa; una postal enviada desde un lugar lejano por correo ordinario (¿ordinario? No, parece ser que eso, ahora, es lo extraordinario); una felicitación redactada a mano, una flor o una hoja a modo de punto de libro… Gestos ya antiguos que tienen dos elementos en común: el tiempo y la palabra; dos elementos que, hoy en día, a pesar de su importancia, están siendo objeto de una curiosa paradoja y de una cruel perversión.

Llevados por la vorágine y por los servilismos que impone la tiranía de la vida postmoderna (más ahora, en estos momentos de virus, de pandemia y de asepsia), el tiempo se ha erigido como nuestro gran aliado, pero también como nuestro mayor enemigo. Necesitamos tiempo para todo, pero parece que no hay tiempo. Ya no tenemos tiempo para sentarnos tranquilamente, coger una hoja de papel y un bolígrafo, y escribir una carta; ya no dejamos en la mesilla de noche una sencilla libreta para apuntar nuestros últimos pensamientos del día; ya no metemos en la maleta un diario para escribir nuestro particular libro de viajes; ya no compramos una postal de Navidad para enviar nuestros mejores deseos a los que queremos; ya no utilizamos una agenda de papel: todo supone demasiado tiempo, demasiado espacio físico, demasiado esfuerzo intelectual y emocional. Nuestras vidas se han visto reducidas, las hemos reducido a un simple, sencillo, instantáneo y enfermizo click: en el trabajo (para producir más, para ser más resolutivos, más profesionales, más efectivos. ¿Realmente, es así?); en casa, con la familia o con los amigos (para no perder la conexión), con las aficiones (cuántos kilómetros hemos corrido, qué vinos hemos probado, qué ciudades hemos visitado… ). Un click o un like o un emoji para un mensaje, un click para un recuerdo, un click para un recordatorio (que no es lo mismo), un clik para pasar el rato, un click para quedar con alguien, para pedir disculpas, para romper con la pareja; un click para absolutamente todo. Un maldito click que está provocando que perdamos nuestra esencia como seres humanos, porque hace que nuestras acciones y nuestras reacciones sean más rápidas, sí, pero, a la vez, más impersonales, más mecánicas, más efímeras, más automáticas, más irreflexivas y, por lo tanto, menos sentidas.

Y sí, ahora, en tiempos de contagios y de obligadas distancias, esos clicks nos mantienen unidos, nos dan la vida, pero…

Y entre todos estos clicks, ¿dónde queda la palabra? Me refiero a la palabra entera, a la palabra pensada, a la palabra vivida, aquella que todavía no ha sufrido las sevicias del teclado: inexplicables acortamientos, confusas abreviaturas, simplistas y a veces ridículas sustituciones por dibujitos. ¿Dónde ha ido a parar el espíritu, el destino para el que fue creada: para relatar, para expresar, para transmitir, para inventar, para convencer…? ¿Dónde hemos dejado la importancia de la palabra? A pesar de ser fundamental en esta actual era de la comunicación y de la información, a pesar de ser la base de la razón y del conocimiento, ¿qué estamos haciendo con ella y con lo que implica utilizarla: respetar su grafía y su ortografía; elegir su acepción más adecuada pensando en aquel o en aquella que va a escucharla o va a leerla, teniendo en cuenta el cuándo, el dónde y el porqué; no repetirla para que ella o el discurso no resulte cansino; buscar su significado para conocerla mejor y, así, usarla mejor; jugar con ella, disfrutar con ella, amarla para que el mensaje llegue y surta el efecto deseado? ¿Qué ha pasado para que, amparados por el “ya se entiende”, el “ya vale”, aun siendo nuestra aliada, también se haya convertido en nuestra enemiga?

¿Qué hemos hecho para que estos dos conceptos, el TIEMPO y la PALABRA -así, con mayúsculas-, que han marcado poderosamente el devenir de las civilizaciones, que han sido cruciales para la evolución y el progreso del ser humano, se hayan erosionado tanto, se hayan desvirtuado tanto, y, en esa pugna absurda, paradójica y perversa entre lo tecnológico y lo humanístico, se hayan convertido en una de las causas del desprestigio y de la decadencia de la Humanidad?

No, me niego a aceptar esta sinrazón, me niego a caer en el desaliento y a abandonarme a este fatal destino. No. Yo elijo el gesto antiguo. Elijo ser como Sherezade, aquella narradora de historias que, en esas mil y una noches, con paciencia (tiempo), valentía, delicadeza y con palabras, muchas palabras, provocaba la curiosidad y la comprensión del sultán. O, mejor, elijo ser una suerte de Penélope, la mujer de Ulises, aquella que, en La Odisea, de Homero, para sobrellevar mejor la ausencia de su marido y para ahuyentar la presencia de posibles pretendientes, se dedicaba a tejer y a destejer infinitos lienzos…

¿Y qué tendrá que ver una cosa con la otra?

El participio pasado del verbo 'tejer' en latín (texere) es textu, 'tejido'. De ahí, de ese participio pasado, con el paso del tiempo (a vueltas con él), mediante asociaciones metafóricas, ese vocablo sirvió para designar lo que estaba escrito, el texto, que “no era otra cosa que el tejido de las letras y de las palabras”. No podía ser más perfecta esta ligazón, ni más elocuente ni más representativa. Tejer como sinónimo de escribir. Y, mientras escribo estas palabras, me emociono al acordarme de aquellas mujeres del sur de Marruecos que tejían, y siguen tejiendo, en un gesto antiguo, sus alfombras y “escribían” allí, en silencio, en esas rudas urdimbres, coloridas formas para transmitir sus vidas: sus historias, sus ilusiones, sus penas, sus esperanzas… O de aquellas mujeres de ancestrales pueblos mediterráneos que siguen bordando los mantos a las vírgenes o los mantones de celebración con delicados hilos de oro y de plata para declarar su fe y para dejar fijados sus costumbres y su folclore. O de aquellas otras mujeres que, incansablemente, dejándose la vista y la espalda, como auténticas orfebres, se esfuerzan hoy en día por mantener viva la tradición en forma de ajuares “escritos” con puntadas de seda y de pasamanería. Y de tantas otras que, con aguja, hilo y dedal, tejen y tejen en cualquier rincón del mundo para dejar constancia de su paso por él. Con paciencia, tiempo, esmero, constancia y atención.

Y de eso se trata cuando elaboramos un discurso (oral o escrito, para ser escuchado o leído): de disponer, de preparar las palabras (los hilos) para formar un texto (un lienzo, una tela, un tejido en el sentido más etimológico de la palabra).

Pero no es tarea fácil: hay que ser primoroso y exigente, hay que darse tiempo para pensar bien qué se quiere decir o escribir, cómo, a quién, con qué objetivo, etc. Hay que seleccionar bien las palabras, los conectores, los signos de puntuación, para que, al final, el texto quede bien tramado.

Y de eso se trata también cuando leemos o escuchamos: hay que estar atento para fijarnos en la forma y en el fondo de lo que percibimos a través de la vista o del oído; hay que darse tiempo para retener, para comprender, para interpretar, para no olvidar.

Pero no todo es cuestión de tiempo y de palabra. También, es necesaria la voluntad, es importante ese deseo de hacerlo bien, de no conformarse con cualquier cosa aunque pensemos que ya nos entiendan, aunque creamos que ya hayamos entendido. Tiempo, palabra y voluntad, tres factores difíciles de encontrar hoy en día.

Por eso, yo elijo ser como Sherezade y contar historias con el humilde objetivo de hacer del mundo un lugar más agradable, menos cruel. Por eso, yo elijo ser como Penélope, no para paliar la espera o la ausencia, no, sino para seguir tejiendo, seguir escribiendo, consciente y decidida, con tiempo y con amor, para no perder ese gesto antiguo, para recuperar la esperanza...

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