Pepe se estira sobre el poyete de la ventana, mayestático y difuso. Mira al día que se va poniendo entre azules y malvas. No sabemos lo que piensa pero sus ojos verdes algas se relamen del gusto de atisbar algún jugoso bocado. Es dulce y perezoso, dormilón y avispado.
Lo encontramos hace mucho peleándose en una caja de cartón que le quedaba grande, asentada estratégicamente cerca de un contenedor de basura. Intentamos que se adaptase, que conviviese en armonía con los otros integrantes que formaban parte de nuestra familia, pero en cuanto hormonó, orinaba marcando territorio como un jabato. Consulté al veterinario, a las redes, al propio internet y todos dijeron lo mismo …había que castrarlo. La misma palabra me ponía los pelos de punta. No me gustan las limitaciones neuróticas que nos sacamos de la manga los humanos para hacernos la vida más fácil, a base de jorobar todo lo que nos rodea. Pero el gato persistía, no había rincón que se viera libre de su regada, por más que la caja de arena estuviera limpia y a su servicio.
No fue una decisión rápida ni sencilla, pero lo que tenía claro era que no iba a abandonarlo. Cuando llegó después de la operación parecía un peluche desgastado, con cara de pena y maullido desvaído. Luego volvió a su naturalidad, a mirar a los pájaros a través de las ventanas y a escaparse a ratos, poniéndome el corazón a saltos. Cuando salen mis hijos mayores siempre les doy más consejos que la Señorita Pepis. Consejos por otra parte que son de lo más obvio y que algún día entenderé que tendrán el suficiente sentido común como para dárselos a sus hijos, dejándome hacer mi propia vida. Entre ellos está ese de “no te montes en el coche de alguien beodo” o “ cuidado no se te escape el gato o la perra”. Debe ser que la maestría se me quedó para el septiembre eterno en que las madres nos examinamos, porque una noche eché en falta al gato y supe que se les había escapado.
En principio como es súper tranquilo, quise pensar que estaba dormido en cualquier lado, ya que me lo había encontrado escondido en los armarios, bajo las mantas, e incluso una vez en la despensa entre los platos. Empecé a mosquearme ya en serio , cuando lo llamé para darle una chuche gatuna y no apareció por patas. Ya estaba de los nervios blasfemándole a mis hijos en arameo, pensando en las muchas cosas malas que le podían haber pasado a mi gato, cuando oí un maullido triste a más no poder, seguido de una cara negra como el averno, pegada a los cristales al lado mío. Mi corazón bailaba salsa cuando le abrí para que entrara, sin tranquilizarse como dicen que hace cuando escuchas el ronroneo de alegría de un gato. Pensarán ustedes que ya nunca más se escapó porque venía helado y muy asustado, pero sí que lo hizo o al menos lo intentó , revolcándose cerca de nuestra puerta contra la calzada, cada vez que pilló a mis hijos mayores despistados.
Cuando lo hace, siempre pienso en que los gatos tienen un biorádar incorporado, gracias al cual por muy lejos que se vaya sabrá volver- si quiere- a ésta que es su casa. Pero al mismo tiempo, imagino su cuerpo espachurrado y yermo tirado en la cuneta de la carretera que tenemos pegada al lado de nuestra calle. El tiempo que disfrutamos con los que amamos, esas pequeñas cosas que nos hacen tan felices, nos llevan a que pensemos que somos eternos y seguiremos siempre iguales como en una foto sepia, impregnados de una gloriosa felicidad ficticia. Como la de ver a un gato regordete y engustado, tumbado como una esfinge egipcia en un poyete de ventana que supera el metro y medio, atisbando algo que solo se vislumbra en el verde alga de sus ojos inquietos.
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