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Gastronomía repugnante

La relación de productos o sustancias que el hombre podría consumir sin riesgo para su salud –la calificación de omnívoro evidentemente es muy matizable- sería infinita: desde sus congéneres –pasando por los productos de origen vegetal más variados- hasta los insectos más repelentes. Con respecto a lo primero cabría recordar a Ciro Bayo, autor del olvidado libro de viajes Lazarillo español (1911), que,  tras comer en el Amazonas –ignorándolo- carne humana, dijo haber apreciado en ella “un ligero sabor a cerdo”: no en vano  lechón largo era, según Borges, “el eufemismo goloso que los caníbales dieron al plato fundamental de su régimen”. Humbolt, por su parte, aseguró haber descubierto también en aquella zona una tribu india –junto con otra que se alimentaba con bolas de tierra- cuyo bocado preferido eran las palmas de las manos de sus enemigos. Y el hábito no parece haberse perdido totalmente: hace unos años, como probablemente algunos recuerden, pudimos ver y oír en los telediarios al sujeto –como “comegente” se denominaba- detenido en Venezuela por haber dado muerte y devorado, según confesó, a por lo menos una decena de varones: cabeza, pies y manos, según dijo, por indigestos, no los aprovechaba. Sobre su misoginia gastronómica, sobre los motivos de la exclusión de la carne de mujer de sus menús dijo que se debía a que estas no hacían daño a nadie. De Borneo, al mes escaso, también llegaron noticias similares.
Xavier Domingo, en su divertida sección del Cambio16 del tardofranquismo, transición y primeros años de la democracia, dio una festiva receta de enano:
“Lo primero que tiene que hacer es elegir un enano macho –si no, se le echarán encima las ligas feministas- y de raza blanca –o le tacharán de racista-. Oblíguele, desde luego, a beberse una caja de botellas de buen coñac y, cuando esté completamente curda, degüéllelo (…) cortando esófago y tráquea con movimiento  bascular rápido (…). Cuélguelo cabeza abajo y espere a que se desangre. El enano tiene que morir por hemorragia. Una vez perdida toda su sangre, se lo puede comer tranquilamente”.
Aconsejaba asarlo a la argentina –en forma de churrasco-,  vertiendo sobre él de vez en cuando, para que se dore bien, agua salada en la que se hayan puesto unas cabezas de ajo y un poco de tomillo. Y concluía:
“Parece probado que los enanos son más sabrosos que los normales. Por lo menos, personas dignas de todo crédito, que han comido de unos y de otros, lo confirman sin lugar a dudas. En donde esté el enano, lo mismo para un asado que para un cocido, que se quiten todos los demás”.
(No hará falta decir, para los pequeñitos que me lean, que el texto dominguiano –como casi todos los suyos- es, a su costa,  puro divertimiento: En estos tiempos de corrección política, en que -por presiones del lobby feminista- se ha llegado a relegar absurdamente el masculino genérico, en que tantos se la cogen con papel  de fumar hay que andarse con mucho tiento).
En otro de sus artículos, por cierto, reproducía la receta del caldo de cuervos – el plato favorito del padre de Eugenia Grandet, la heroína de Balzac-, y que, según aseguraba, seguían consumiendo los campesinos franceses:
“Los cuervos tienen que ser jóvenes. Si es posible, han de ser polluelos de cuervo sacados del nido. Una vez desplumados y limpios se los flambea. Se les sofríe en manteca de cerdo y se añade un poco de agua, zanahorias, nabo, puerros, apio y cebolla, dejándolos hervir unas tres horas. Tras las cuales,  se sacan del caldo y se tiran. El caldo se toma con pan frito”.
En muchos de nuestros pueblos –si no a los cuervos- sí ha habido y debe de haber aún más de un aficionado a los pollos de urraca. Y dicho sea de paso, a los lagartos. Luis Antonio de Vega, en su Viaje por la cocina española (1969), pondera extraordinariamente el que, frito en salsa verde, preparan (o preparaban) en la Taberna de la Golondrina de Plasencia: Su carne blanca –dice- no hay forma de confundirla con la de ningún pescado y tiene un sabor extraño “mezcla de conejo de campo y ancas de rana”. Los que servían, según el autor –al menos hasta la fecha de publicación del libro-, eran congelados.
A estas recetas asquerosas –en las Notas de cocina, de Leonardo da Vinci, se pueden encontrar buen número de ellas- se le podría agregar la conocida del arroz con sapo, del estrambótico José María Busca Isusi (el Arguiñano de los setenta):
“Ahora que el sapo está rehabilitado en nuestras cocinas, no tenemos inconveniente en dar esta fórmula. Hace cuarenta años hubiese sido una provocación a nuestras amas de casa. El sapo o lo que con él ha sucedido es una lección. Lo rechazábamos sin haberlo probado. ¡Nos sucede esto con tantas cosas…!
Se cuece en agua el sapo con cebolla, perejil y laurel. Se fríe en la vasija tomate finamente trinchado. Cuando empiezan los trocitos a tomar color se añade el sapo. Cuando todo está sofrito se añade el caldo del sapo hirviente (dos tazas de caldo  por cada una de arroz).
Se siguen las normas generales para el arroz”.
Para que este artículo no parezca una incitación a su consumo, bueno será advertir o recordar que tanto el sapo (la receta es de suponer que se refiere preferentemente al común o Bufo bufo) como el lagarto, en casi todas sus especies -en nuestra ciudad y en el resto del territorio nacional, están protegidos.
En China, Vietnam y las Seichelles –aunque probablemente haya lugares más cercanos donde también se consuman- son gastronómicamente muy apreciados los murciélagos. Cuando Francisco Nieva, en su novela Carne de murciélago, introdujo los pinchitos de estos ignoraba –según ha declarado- que fueran algo usual: lo creyó una más de sus felices ocurrencias surrealistas.
Por otro lado, el famoso nido de golondrina de la sopa de los restaurantes chinos –como bien saben los lectores de libros de viaje por Extremo Oriente y los aficionados a los documentales televisivos-, no es una metáfora culinaria, es algo completamente real: nido y de golondrina; evidentemente no de la común, que es la especie que conocemos en España, sino de la asiática: la salangana.
La serpiente frita y el perro chow-chow en adobo son en China, al parecer, plato bastante corriente.
Por lo que atañe a la repugnancia que ya tan solo nos puede producir el oír hablar sobre la ingestión de este tipo de animales, en Las ratas, de Miguel Delibes –llevada hace años a la pantalla por Giménez Rico-, cuando tras ser informado por el alcalde sobre el oficio del tío Ratero –cazar ratas para venderlas-, el gobernador civil pregunta:
“-¿Y quién compra ratas en tu pueblo?
-La gente. Se las come.
-¿Coméis ratas en tu pueblo?
-Son buenas, Jefe, por estas. Fritas con una pinta de vinagre son más finas que las codornices”.
El alcalde termina asegurando que en la comarca todos las comen:
“-(…) Y si te pones a ver, ¿no comemos conejos? (…): Una rata lo mismo, es cuestión de costumbre”.
Y a propósito de esto: durante nuestra guerra y posguerra, según se cuenta, el número de animales de utilización gastronómica infrecuente que terminaron en la olla –sobre todo gatos- no debió de ser escasa.
En la gastronomía tercermundista –no siempre por necesidad- ocupan un lugar importante los insectos; en especial, los saltamontes o langostas –tan presentes en la Biblia-: causa de la octava plaga de Egipto y, junto con la miel silvestre, el alimento de san Juan Bautista en el desierto.
En una de las secciones del libro Las plagas de langosta en Córdoba (1993), de Rafael  Vázquez Lesmes y Cándido Santiago Álvarez, dedicada a la gastronomía, tras enumerar algunos de los pueblos que han tenido o tienen estos acrídidos como parte de su dieta, transcriben varias recetas recogidas por M. Abdullah en “Recopilación de noticias sobre insectos comestibles con comentarios personales y recetas culinarias” (Graellsia, 1975). Previamente, el autor del recetario indica que las langostas han de cogerse vivas, por ejemplo, mediante una red o manga: se deben desechar “las que hayan muerto o los cadáveres yacentes en el suelo”; y después de haberlas escaldado brevemente y cortado con una tijeras la cabeza, patas, alas y la parte extrema del abdomen, se lavan a conciencia en agua con un poco de vinagre para que pierdan el olor.
He aquí algunas de esas recetas:
“Sopa de langostas:
Hiérvanse las langostas en agua durante dos o tres horas con algo de mantequilla, margarina, manteca de leche de búfala o aceite de oliva y sal y pimentón rojo para dar gusto. También pueden adicionarse todos o algunos de los condimentos siguientes: cebolla en polvo, ajo, hojas de laurel y jengibre. Se pueden utilizar otros ingredientes, enteros o picados, en un saquito de tela blanca de algodón que se introduce entre las langostas, retirándolo después de cocer. Pueden añadirse algunas verduras del país, guisantes verdes, rodajas de zanahoria, de tomate, pimiento picado, cubitos de patata, etc., pero como les basta para estar tiernas la tercera parte del tiempo que a las langostas, deben añadirse a la sopa más tarde, por lo menos hacia la mitad de la cocción. Es bueno servir la sopa adornada con perejil picado.
Langostas fritas:
Estos insectos pueden freírse en aceite, mantequilla, margarina o manteca de búfalo, aunque es preferible ablandarlos mediante ebullición en agua durante 30-45 minutos para dejarlos secar antes de freír. Deben servirse con sal y pimienta. A veces se rocían con gotas de limón.
Las langostas cocidas o semicocidas  pueden freírse también con mayor número de especias haciéndolas más picantes y gustosas; para ello se las pone en la sartén con cebollas fritas previamente, jengibre en polvo, ajo y pimentón rojo, pero cuidando añadir un poco de agua a la mezcla hasta que se consuma. Algo de zumo de limón mejora su sabor.
Emparedado de ensalada de
langostas:
Las langostas fritas como se indica arriba pueden consumirse con pan, mantequilla y hojas de lechuga en forma de bocadillo, especialmente cuando las langostas se han aderezado al curri guarneciéndolas con rodajas de limón.
Langostas al horno:
Se hacen en su propio jugo al calor seco del horno y se pueden comer también con sal y pimienta.
Langostas asadas:
Se ponen al horno caliente, adicionando una pequeña cantidad de grasa. También se comen con sal y pimienta.
Asimismo, es posible obtener harina de langosta moliendo estas ya desecadas, mezclándolas luego con harina de trigo para preparar pan, pero no puede almacenarse mucho tiempo y ha de obtenerse y usarse mientras esté fresca”.
El citado Xavier Domingo, en otro de sus artículos, también dedicado a esta gastronomía atípica, comenta:
“Los saltamontes, tal y como los sirven en esos países (del tercer mundo), son una excelente tapa. Les quitan la cabeza, las alas y las patas y los hierven en agua salada o los asan. En otras ocasiones, una vez hervidos en agua salada, se dejan secar al sol y se venden así, secos y salados como las almendras en España.
Su consistencia en la boca es parecida a la de la chirla, aunque su gusto tira más hacia el del cangrejo de río, pero con un fondo vegetal nada desagradable”.
Y en cuanto a la mencionada repulsión que estos animales suelen producir al hombre occidental, por lo que se refiere a los saltamontes afirma que “esas náuseas no se justifican. El animalito tiene hasta un cierto parecido con las gambas que tanto apreciamos. Además, es un bicho muy voraz, pero puramente vegetariano y hasta delicado en sus gustos. En caso de plaga se lo come todo, pero, si no, observadlo en la naturaleza: elige las plantas más delicadas, con preferencia por los pétalos de las flores recién abiertas.”
Finalmente señala un grave peligro –cosa que también sería aplicable a los caracoles de campo y a los prohibidos pajaritos-: la contaminación: Hacía unos años numerosos habitantes del Sahara habían sufrido graves enfermedades o murieron tras consumir langostas procedentes de países del sur que habían atravesado campos tratados con poderosos insecticidas: Cuestión que –por si alguien se animara a poner en práctica alguna de estas recetas- debería tener muy en cuenta. Y aunque, en nuestros lares,  volátil de unánimemente admitido y apreciado consumo, la perdiz –Delibes tiene sobre ella páginas espléndidas-, si hacemos caso del refrán, también podría incluirse en este tipo de gastronomía repelente: “La perdiz, con la mano en la nariz”; es decir, su exquisitez aumenta si se empieza a preparar cuando está levemente putrefacta… Me vienen ahora al recuerdo las habichuelas con perdices que, con cierta frecuencia, algún  grupo de algareros comilones se hacía preparar en el desaparecido y añorado restaurante del Caballa: no creo que ellos –ni muchas más personas en la actualidad– siguieran la sugerencia.

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