Opinión

La fuerza del amor

Los ceutíes tenemos la enorme fortuna de vivir en un lugar extraordinario. Homero, en la Odisea, fue el primero en cantar la belleza de Ceuta: “al llegar allí, hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón”. Esa alegría la sentimos quienes con frecuencia asistimos a la aurora o al ocaso del sol en las aguas del Estrecho de Gibraltar. La intensa y resplandeciente luz tiñe de añil el mar y resalta el verde del Monte Hacho y de García Aldave. Perderse por los montes ceutíes es entrar en contacto con la magia y la sacralidad. Quienes practican el buceo hablan de la belleza y la biodiversidad de los fondos marinos. El mar es el elemento natural más determinante de Ceuta durante toda su historia. La explotación de los recursos del mar estuvo en el origen de la ocupación humana del territorio ceutí y ha sido la base de su actividad económica hasta hace pocas décadas.

En el puerto de Ceuta no solo entraban barcos cargados de túnidos y otros peces. Naves procedentes de los más recónditos puntos del Mediterráneo y el océano Atlántico recalaron en el puerto ceutí. En el registro arqueológico de Ceuta se encuentran tipos cerámicos de una amplia variedad de procedencias que denotan la importancia de nuestra ciudad en el comercio marítimo desde la protohistoria hasta la edad contemporánea. Junto a estas mercancías llegaron comerciantes y marineros portadores de visiones ideológicas, religiosas y culturales diferentes que enriquecieron la actividad social en unos tiempos en los que la existencia era mucho más corta, pero a la par más rica en el sentido trascendente. Todo lo que percibían, sentían y pensaban estaba impregnado de simbolismo. Ahora todo se ha desacralizado y desmitificado. La batalla por “el alma del mundo” se puede decir que está casi perdida. Solo quedamos un pequeño grupo de trascendentalistas que intentamos mantener el Anima Mundi vivo frente al imparable avance del materialismo, el individualismo y la tecnificación.

El mundo es observado por la intermediación de todo tipo de pantallas. La realidad está siendo suplantada por una dimensión artificial en la que se vive bajo una apariencia falsa que encaje bien en el mundo virtual. En este mundo abundan los perfiles falsos que dejan rienda suelta a los peores sentimientos y pensamientos humanos. Yo, hace mucho tiempo tomé la decisión de no compartir mis ideas políticas en las redes sociales ni entrar en discusión con nadie. Cada uno que piense lo que quiera. Es una auténtica pérdida de tiempo y energía discutir con un descerebrado. Suele ser bastante habitual que la ignorancia se alíe con el atrevimiento para vomitar unos discursos incoherentes y llenos de miasma mental. Algunos se han vuelto auténticos maestros en el arte de revolver las ya de por si agitadas aguas sociales para pescar algunos votantes.

No creo que merezca la pena seguir hablando de la subespecie humana decadente que están generando algunos sirviéndose de las redes sociales. Prefiero dirigirme al amplio colectivo de personas que aún mantiene intactos los pilares que sostienen la condición humana. Uno de estos pilares es la bondad. Este concepto puede declinarse de múltiples maneras. Como dice mi amigo Óscar, tras la pérdida de su querida Pakiki, el hueco que deja el amor conyugal es compensado por otros tipos de amores, como el de los amigos, el amor a la naturaleza o el amor por la ciencia, la filosofía, la cultura o el arte. El amor es la energía más importante en el cosmos y la razón misma de la vida. Sin amor no existiría vida ni merecería la pena la existencia mundana. Tal y como escribió el maestro L. Mumford, solo cuando el amor se aloje en el corazón humano podremos asegurar un futuro para la tierra.

El amor a la naturaleza es el que nos motiva a algunos para defender nuestro bien común más valioso: la tierra y todas las formas de vida que sostiene. La militancia ecologista es el movimiento cívico más importante de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. Frente a la no-ética desarrollista, la ética ambiental pretende inculcar principios ideológicos sustentados en el amor y el respeto a la vida. La generosidad y el desapego a lo material es uno de los síntomas de la bondad y la sabiduría. Pienso que muchos de los males que aquejan al mundo encuentran su explicación en la ignorancia. Aquí debemos hacer una breve pausa para establecer la distinción entre sabiduría y conocimiento. La cantidad de información que procesamos los seres humanos en la actualidad es impresionante, pero, paradójicamente, la sabiduría no deja de disminuir en las sociedades consideradas avanzadas. Todos conocemos a personas muy inteligentes y estudiosas, pero poco sabias. La sabiduría no se demuestra por el nivel de conocimiento uno atesora, sino por los fines a los que uno dirige su vida. Las instituciones académicas están llenas de investigadores con currículos interminables de publicaciones, pero que no han dejado ni un simple rastro de sus almas ni hechos que hayan tenido un impacto positivo en la mejora de la vida cívica de los lugares en los que pasaron su vida. Toda su obsesión ha sido lograr la valoración de los que consideran sus iguales.

En el otro extremo se sitúan aquellas personas que apenas tuvieron oportunidad de estudiar ni nunca pisaron la Universidad, pero poseen una sabiduría extraordinaria. Suelen ser personas que valoran la generosidad de nuestro planeta por todo lo que nos aporta y que saben a la perfección el esfuerzo que supone obtener los frutos del mar o la tierra. El trabajo, para estas personas, no es solo la condición imprescindible para la supervivencia, sino también la fuente principal de su conducta y ética. El apoyo mutuo ha sido la principal razón de nuestro éxito como especie. Y aquí vuelve a aparecer el amor como sustentador de la vida. La solidaridad dentro del grupo familiar o social es una de las formas de amor más eficaces para el sostenimiento de la existencia. El sentimiento de amor a los semejantes y a la naturaleza cuando alcanza cierta intensidad se trasforma en emociones trascendentes que han dado lugar a la religión, la poesía, la literatura y, en general, a la cultura y el arte. Buscamos con ahínco estos momentos de éxtasis, ya que nos hacen sentirnos vivos y próximos a planos más elevados de la existencia humana.

La búsqueda del éxtasis lleva a algunos a escalar montañas o explorar grutas sumergidas, o bien a permanecer horas y horas en una profunda meditación. Por desgracia, también abundan los que buscan atajos insanos hacia el éxtasis, como la sensación de dominio sobre los demás o la pasajera sensación extática que aportan las drogas o el alcohol. Mi experiencia personal me ha enseñado que no hace falta emprender grandes proezas físicas ni irse muy lejos para alcanzar emociones trascendentes. Somos nosotros los que hacemos los lugares especiales y sagrados. La simple contemplación del amanecer, el sonido del viento soplando entre los árboles, el olor de la tierra tras la lluvia, el tacto de la piel de nuestros seres queridos, la palabra de amor de nuestras familiares y amigos, nos hace sentirnos vivos y agradecidos por la oportunidad que nos ofrece la tierra para gozar de una existencia plena y rica. Lo menos que se merece la tierra es que la amemos y que trabajemos juntos para restaurarla y recultivarla para los que estamos aquí y que los que vengan puedan disfrutarla. Este objetivo mundial tiene que traducirse en acciones concretas en los lugares en los que trabajamos y vivimos. Amar a Ceuta es luchar por ella por encima de nuestros intereses inmediatos. Tenemos ante nosotros la oportunidad de diseñar y emprender un ambicioso proyecto de restauración de nuestro patrimonio natural y cultural que devuelva a nuestro territorio muchos elementos naturales que hemos dañado durante el alocado tiempo del desarrollismo salvaje. El momento es ahora y el reto tan elevado como los logros a nuestro alcance. Solo necesitamos poner en circulación la fuente del amor y de la vida que con tanta fuerza brota de Ceuta.

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