Categorías: Opinión

Frontera permeable

El asunto de los menores no acompañados procedentes de Marruecos irrumpe periódicamente en el espacio de debate público, siempre auspiciado por el PP en alguna de sus diversas modalidades. En esta ocasión, el motivo de la polémica es que se han detectado algunos casos de fraude. Al parecer, las investigaciones policiales al respecto han descubierto que existen menores acogidos por la Ciudad sin que se encuentren realmente desamparados. Son las propias familias, de manera interesada,  las que inducen, consienten o recomiendan al menor que disfrute de esta situación “privilegiada”.  
Lo que resulta indignante en grado superlativo, no es la indiscutible veracidad de este hecho, sino la valoración política y el tratamiento que le han dispensado el Gobierno y sus aledaños. Pretenden elevar una anécdota a la categoría de argumento, con la miserable intención de debilitar entre la opinión pública el sentimiento de compasión y justificar, de este modo, una mayor laxitud en la ineludible obligación de atender dignamente a este colectivo. Es un nuevo “descubrimiento” que sirve para fortalecer la posición gubernamental, enfermizamente mercantilista, que gira en exclusiva en torno al coste económico de la acción política. El mensaje que nos envían es que no debemos gastar en niños que “no lo merecen”.
Quizá sea oportuno recordar que existe un modo de pensamiento alternativo para el que la inversión en las personas, y especialmente en la protección y educación de los menores, es el mejor destino que se puede dar al dinero público. Todos los menores que conviven en nuestra Ciudad, independientemente de su procedencia, su condición o sus circunstancias, deben ser objeto de atención prioritaria por parte de los poderes públicos; y deben gozar del afecto y la comprensión del conjunto de la sociedad. Porque ese es el único camino para construir una sociedad mejor. Cuando se introducen excepciones en este principio universal, se abre una rendija por la que se cuela un incontenible huracán de insolidaridad, que termina arrasando los cimientos de la convivencia.
Lo más lamentable es que esta maniobra dialéctica no es un hecho aislado, sino que es un exponente más de un cinismo exacerbado, muy arraigado en la mayoría de la sociedad ceutí, que el Gobierno del PP contribuye a reforzar exhibiéndolo sin pudor. Atrapados en esta inopia fingida es muy complicado avanzar en la dirección correcta.
Ceuta vive bajo el imperio del fraude. Es la consecuencia inevitable de haber renunciado a elegir conscientemente el modelo de Ciudad que queríamos. Sin que fuera el fruto de una decisión madurada, las relaciones transfronterizas han ido fluyendo siguiendo su propia dinámica, hasta configurar una realidad social carente por completo de regulación, y por ende, caótica. Por la vía de los hechos consumados, hemos optado por una frontera absolutamente permeable. Diariamente son decenas de miles los ciudadanos que atraviesan la frontera para desarrollar en nuestra ciudad diversas actividades. No es necesario ser un experto para saber que una gran parte de ellos incurren en algún tipo de fraude. A pesar de lo cual, y siendo relativamente sencillo impedirlo, no lo hemos hecho. Ante este determinante fenómeno, en lugar de plantear una solución coherente, nos hemos limitado a mantener una actitud hipócrita absolutamente intolerable. Sobre la mano de obra ilegal que abunda por doquier (servicio doméstico, construcción, hostelería, etc) callamos; porque todos obtenemos un claro beneficio económico de esta situación. Sobre el uso de nuestros servicios públicos (por ejemplo del hospital) protestamos; porque nos cuesta dinero. Sobre el comercio llamado “atípico” (eufemismo utilizado para rehuir la palabra contrabando) callamos; porque nos reporta cuantiosos ingresos. Sobre los menores que debemos atender, protestamos; porque implica un coste sin contrapartida. Es un comportamiento muy poco serio.
El ordenamiento del espacio transfronterizo es una necesidad imperiosa de esta Ciudad. No se puede mantener por más tiempo el caos como norma. Partiendo de una realidad que ya es irreversible, y desde el más escrupuloso respeto a los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos de ambos lados de la frontera (entre los que se debe incluir la legítima búsqueda de la felicidad), es preciso diseñar un proceso de reordenación sustentado en un marco normativo específico que establezca derechos y deberes claros y exigibles a todos, en todos los casos y circunstancias. Lo contrario es seguir agitando un río ya demasiado revuelto, en el que siempre gana el fraude.

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