Opinión

Francia en el punto de mira como arma arrojadiza del terrorismo

En el curso de la Guerra Fría (1947-1991) como enfrentamiento político, económico, social, militar e informático emprendida tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945), los trastornos del mundo parecían sustraerse de la complejidad entre los dos grandes bloques. Llámese el bloque Occidental y capitalista liderado por los Estados Unidos de América; y, por otro, el bloque del Este y comunista, encabezado por la Unión Soviética.
En esta humareda, se inoculaban y prosperaban muchas de las dificultades que habrían de irrumpir en el siglo XXI. Sin ir más lejos, emergió el cambio climático, o las especulaciones económicas, la amenaza del terrorismo internacional, los conflictos identitarios y así, un largo etcétera.
Paralelamente, la crisis epidemiológica del SARS-CoV-2, ha relegado de la agenda algunas cuestiones de la seguridad más espinosas, que en los últimos lustros imperaban en el Viejo Continente.
Aunque nos duela reconocerlo en instantes turbulentos por el azote del agente patógeno, los atentados recientemente materializados en la República de Francia, nos remite un mensaje concreto: el terrorismo islamista enquistado en las mentes y corazones de muchos individuos, continúa ocupando el primer peldaño de la agenda de seguridad. Si alguna certeza nos revela esta pandemia, es que ya no hay retraimiento con lo que acontece en otros rincones del planeta, por más que su entorno pueda parecer extraño e inverosímil.
Tomemos como ejemplo, la Ciudad de Wuhan, provincia de Hubei en China, de la que tal vez, pocos conocíamos de ella, por no decir nada y en la que se desbocó un virus virulento en un mercado mayorista de marisco, pescado y animales vivos, que con siete casos graves se globalizó y nos tiene aprisionados. Con lo cual, aquello que era distante, diferente e insólito, acabó no siéndolo.
Igualmente, podría estar ocurriendo con lo que sucede en Francia: todo, producto de los atentados consumados por lo que se ha dado en denominar ‘el terror islámico’. Los resultados no pueden ser más alarmantes: en ocho años han fallecido por este fenómeno 264 personas.
El terrorismo es así de cruel y persistentemente lo ha sido en el devenir de los últimos tiempos: se ejerce desde la sombra con sus tentáculos sangrientos y se mimetiza entre la gente común para conseguir quedar indemne. Al protegerse de esta manera, a todos sin excepción, nos compromete.
Mismamente, se resguarda en los patrones de la civilización, el respeto y la tolerancia como rasgos comunes del lugar donde interviene. Francia, es muestra de ello, porque el terrorista islámico percute con más intensidad en naciones que está mal visto el trato al inmigrante, y la gente se culpabiliza cuando no concibe o tiene prejuicios con relación a una religión o cultura diferente, a la que ha sido tradicional en su contorno de residencia.
Subyace en la historia y, como tal, en su legislación que todos sean tratados por igual y dentro de la concepción arraigada laica de Francia, ninguna religión es del Estado, pero todas son permitidas.
Y es que, el terrorista islámico se escuda en estas percepciones, pero no las administra: valga la redundancia, su culto ha de ser respetado y consentido, pero los del resto, no. Así de claro y conciso. El derecho a opinar lo que piensa es tenido en cuenta, no así la libertad de los demás.
En los territorios en los que reina el Estado de Derecho y la democracia liberal, el sentimiento de libertad de expresión es prácticamente sagrado. Las personas son libres a la hora de expresarse o escribir. Obviamente, lo que expongan no ha de ser compartidos por todos y aunque incomode, tampoco ha de ser tachado.
A este tenor, quien llega de otra tierra y cultura buscando mejores perspectivas de vida en poblaciones como Francia, tendría que entenderlo y de antemano admitirlo. Ser inmigrante y reivindicar que sus peculiaridades culturales sean consideradas, es totalmente asumible y legítimo. Del mismo modo, se requiere que la cultura imperante del país en el que se desemboca, también se acoja y adopte; porque, en cierta manera son las máximas que rigen.
Luego, en Francia, está en juego nada más y nada menos, que la libertad de expresión y religiosa, como el derecho de las gentes a convivir en paz, más allá de donde proceda, el respeto entre quiénes cohabitan en una región y el concepto redundante de la tolerancia. Pero, resulta inadmisible e injustificable incorporarse a este espacio, objetar la cultura presente y por no admitirla presentarse en la calle y matar.
Posiblemente, hoy por hoy, este es el gran reto al que ha de hacer frente Europa. En otras palabras: defender los principios occidentales de tolerancia y respeto de las personas, que incuestionablemente se acogen a ellos y otros en su obcecación, se prestan a demolerlos.
Lógicamente, este espectro es un lastre para la comunidad islámica radicada en Francia y en otras tantas zonas; llegando al punto en que habrá que afirmar con absoluta contundencia el alcance de estos atentados indiscriminados; apartar erradamente la aguas perturbadoras para que se entienda en su justa medida, que una cosa son las comunidades de inmigrantes establecidas en una patria determinada y respetando sus leyes, y otra absolutamente contraria, aquellos que conjurando su nombre, incurren en actos incalificables como los crímenes terroristas.
Con estos mimbres, agresiones a gran escala, atropellos masivos, ataques en conciertos, tentativas contra medios de comunicación o decapitaciones, son algunas de las fórmulas empleadas por los terroristas. Tras el levantamiento y evolución del Estado Islámico de Irak y el Levante, conocido como Estado Islámico de Irak y Siria o EIIL, y otros grupos radicales emplazados en Asia y África, Francia se ha convertido en uno de los epicentros de la mano negra vertebrado por un terrorismo endógeno y nacional a corto, medio y largo plazo.
Esta cadena de episodios encolerizados y forjados para infundir el pánico, surgieron para permanecer y continuar agrandándose. Actualmente, afanosamente se trabaja para derrotarlo; así como se proyectan numerosas directrices para encararlo y prevenirlo eficientemente.
Decía anteriormente ‘endógeno’, porque en Francia se promueve o emerge en su interior, como célula configurada dentro de otra en agrupaciones insurgentes, hasta erigirse en la mayor intimidación que pesa sobre los galos. Lo que ha confluido en la pugna de sectores en conflicto mirando a Europa.
Las conspiraciones terroristas que inicialmente eran incididas por milicianos o partidarios leales a los grupos yihadistas, paulatinamente, se han ido encaminando en labores propias de los llamados ‘lobos solitarios’ o ‘incondicionales religiosos’, que comulgan con los pensamientos extremistas de estas organizaciones.
Entre las víctimas existen policías y soldados, o periodistas y gentes que asisten a actuaciones musicales, o sencillamente en su tiempo de ocio les apetece dar un paseo por la costa o sentarse en las terrazas y rellanos de París.

“En consecuencia, el paradigma de integración francés, así como su inconfundible laicismo, no ha remediado el marco público de la identidad étnica en general y religiosa en particular”

Los investigadores coinciden en decantarse que los propósitos fundamentales se direccionan a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las instituciones religiosas y la prensa. Todas, constituyen elementos simbólicos categóricos para los valores franceses; o séase, el Estado, la libertad y la religión.
Sin embargo, la aberración e irracionalidad del terrorismo, del molde que sea y particularmente el que atañe al andamiaje yihadista, no conoce fronteras. Cualquier concesión que se haga, es traducido como un triunfo y, por consiguiente, un fracaso del enemigo.
Llegados hasta aquí, Francia se torna en la diana central del terrorismo en Europa.
Si bien, no ha de soslayarse, que España se encuentra en el punto de mira de este despropósito; si acaso, haciendo una valoración si son comparables las singularidades francesas y españolas.
Ciertamente, España no es Francia y, como tal, no ha de contemplarse esta evidencia con la misma resonancia, porque a pesar de poseer similitudes, sus condicionantes varían sustancialmente.
En Francia viven cerca de 6 millones de ciudadanos de confesión musulmana. Algunas fuentes lo reducen a 5,5 millones; mientras que otras, lo engrosan en 7 millones. A diferencia de España, en los que se reconocen en torno a 1,8 millones.
Pese a ello, no son propiamente los guarismos los que afectan en las posibles pormenorizaciones de sus descriptivas, lo que en realidad inquieta a los analistas es el porcentaje de musulmanes radicalizados en Francia. Porque, porcentualmente, está diez veces por encima del registrado en España.
Curiosamente, en Bélgica el índice se dispara hasta veinte veces más.
De todo ello se desprenden diversas variables intervinientes que inciden para bien o para mal, y que sucintamente desgranaré en estas líneas, como la incidencia de las segundas y terceras generaciones; los terroristas que hipotéticamente subyacen clandestinamente en suelo francés; la agenda política implementada por Francia; los guetos islamistas y, por último, la presencia de España como blanco de probables conatos de las ramas más violentas y radicales.
Primero, es notorio que Francia conserva un pasado enteramente colonial en Oriente Medio y África, siendo un destino preferente para el proceso migratorio desde esferas con dogma mayoritariamente islámico. Realmente, desde hace muchos años conviven entidades y congregaciones de senegaleses, cameruneses, sirios, argelinos y marroquíes.
Como no podía ser de otra manera, las segundas y terceras generaciones surgidas, es decir, los hijos y nietos de quienes emigraron hasta Francia, ya ostentan la distinción de ciudadanos de pleno derecho y nacionalidad. Me refiero a los hombres y mujeres nacidos y que se han socializado en esta nación.
Otros estados como Bélgica, Reino Unido o Países Bajos, o coyunturalmente Alemania, en un contexto afín, con una urbe de ascendencia turca, están análogamente en la misma circunstancia.
En España, de unos veinte años atrás, la manifestación de la migración proveniente de circunscripciones de creencia musulmana, comparativamente es nueva. Los casi dos millones de musulmanes afincados no nacieron aquí.
Esta matiz es revelador porque como muestran otros sondeos e informaciones del advenimiento yihadista, la génesis de la radicalización proviene de las segundas y terceras generaciones: sujetos que a todas luces se perciben desnaturalizados, no se estiman como franceses, ni emparentados con la cuna de origen de padres o abuelos, y que los trasiega a una polarización de corte ideológico-religioso-político.
Segundo, el Gobierno de Francia acumula décadas combatiendo contra las células terroristas de inspiración yihadista. Ya, en los noventa, los representantes galos tuvieron que enfrentarse a las pretensiones del Grupo Islámico Armado argelino, abreviado, GIA. Recuérdese al respecto, el secuestro en 1994 del vuelo 8969 de ‘Air France’ con dieciséis víctimas mortales, y un atentado en 1995 con bomba, cometido en trenes de cercanías con el desenlace lamentable de 8 fallecidos y 200 heridos.
Con anterioridad a los atentados del 11/III/2004, conocidos por el numerónimo 11-M, la experiencia de España con la espiral yihadista era minúscula. La primera embestida sucedería el 12/IV/1985 en Torrejón de Ardoz, contra el restaurante ‘El Descanso’ en el que perecieron 18 personas. Con el 11-M, España estaba punteada en el mapa del terrorismo islamista. Comenzaban a ser habituales las advertencias haciendo referencia a la recuperación de ‘Al Ándalus’.
Tercero, hace unos quince años era extraño entrever a mujeres con la nigab o el velo integral que cubre el rostro, e incluso con el burka o burga por las calles de España. Un escenario que drásticamente ha variado.
No obstante, esto no ocurría en Francia, donde el hábito de estas prendas estaba extendido con guetos entre la población musulmana. Es más, en el año 2004 hubo de desarrollar una Ley sobre Laicidad que impediría el uso de símbolos religiosos en escuelas públicas francesas.
Y más aún, se suscitaron controversias por el impedimento en el automatismo de la nigab y el burka mediante una Ley aprobada en 2011, fundamentando que por motivos de seguridad, resultaba inviable la ocultación del rostro en cualquier lugar.
La medida promulgada no tardaría en originar una fuerte conmoción entre las comunidades musulmanas, siendo por decenas las intimidaciones de alto nivel que recibió Francia desde la vicisitud legislativa, inculpando a las autoridades galas de islamofobia y alentando a la muchedumbre a la insubordinación.
Cuarto, el entresijo de la radicalización yihadista en Francia, se concentra fundamentalmente en los grupos marginados y opacos que se distinguen en los alrededores de las periferias galas. Para ser más precisos, en 2005, se intervinieron cientos de tumultos en espacios como ‘Le Blanc-Mesnil’, ‘Neuilly-sur-Marne’, ‘Aulnay-sous-Bois’, ‘Yvelines’ y ‘Noisy-le-Grand’, todos, distritos parisinos con una significativa densidad de inmigrantes musulmanes de naturaleza africana.
Es en estos cinturones urbanos donde se tomaría muy en serio el inconveniente de la integración social, que habitualmente sostienen un ritmo de vida independiente del resto del conjunto poblacional: un caldo de cultivo perfecto que explica la violencia por corresponder a un plan divino, a modo de adoctrinamiento criminal que se vale de artificios con los que inmunizar al individuo de toda responsabilidad moral por la matanza de inocentes en atentados terroristas.
Potencialmente, en España se han localizado guetos donde la delincuencia, el desempleo, la pobreza y el extremismo religioso crean un cóctel con predisposición al islamismo radical. Cabiendo subrayarse, barrios como ‘El Príncipe Alfonso’ o la ‘Cañada de la Muerte’ en las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla, e incluso, en zonas de Madrid y sobre todo, en Barcelona.
Y, quinto, se constata un atributo que entraña una diferenciación entre España y Francia: la demarcación gala no está catalogada como una superficie desposeída al Islam, como ‘Al-Ándalus’, sino como tierra ‘kafir’ o infiel.
Para los grupos Al Qaeda o el Estado Islámico, este hecho es marcadamente probatorio: la Península Ibérica es un territorio designado a ser reconquistado, por ser incluido en la proyección de su Califato deseado; en cambio, Francia es innecesaria, porque que está fuera del legado islámico.
Comprobado en términos reales este exclusivismo, no presume menor peligro de atacar en España, como lo sería para Francia. Teológicamente, la atracción sobre España es reconvertir a sus habitantes al Islam; toda vez, que a Francia le queda la invasión.
Ni tan siquiera, la elevada cantidad de franceses que lucharon en Siria y retornaron altamente radicalizados y preparados para transgredir, descifra esa dimensión estructural. En consecuencia, el paradigma de integración francés, así como su inconfundible laicismo, no ha remediado el marco público de la identidad étnica en general y religiosa en particular.
En Francia, suele argumentarse que todos se consideran franceses, y quienes entrevén el Islam desde la distancia como la observancia de sus progenitores, se consideran franceses y se afanan por ser identificados como tales. Ahora bien, están los que no han logrado una ocupación laboral ni alcanzado el pretendido reconocimiento y movilidad social. Ingredientes que derivan en una crisis evolutiva que les apremia a buscar sentido entre tantas incertidumbres.
Si a ello se le añade los individuos que arrastran una historia de violencia y crimen, no están preservados por el escudo que personifica el control social interiorizado, porque no tienen nada que perder.
Ante esta disposición y en una sociedad hace no demasiado, apenas colonizada, secularizada, individualista y algo frívola, la apología de los terroristas se revierte como atrayente.
La carencia de expectativas desvanece cualquier indicio de resiliencia individual y colectiva ante la apuesta de la radicalización. Con pocas definiciones se estimula mucho, multiplica el sentido de la misión, confiere consonancia universal y asegura un futuro ultramundano celestial.
Lidiar esta anomalía crónica en Francia con raíces enquistadas y con un fondo resbaladizo como arma arrojadiza, demanda de políticas integrales que armonicen enfoques adecuados para establecer ambientes protectores: posibilidades de movilidad; identificación de la afinidad cultural y religiosa; formación de comunidades cohesionadas, diversas y autosostenibles; eliminación de estigmas culturales que habilitan a divergencias y desigualdades, integración familiar, comunitaria y económica.
No es un choque de placas tectónicas entre la libertad y la rudeza que desencadena el terrorismo, ha de ser una aspiración común e integradora para asentar una aldea en la que quepan todos.

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