Cuando he leído las últimas referencias al respecto, no he podido más que recordar lo que fue la educación de un ceutí en mi época de alumno, allá por los años 40 y 50 del pasado siglo. Según se dice, eran tiempos en los que imperaba aquel principio de que “la letra con sangre entra”. Las primeras clases las recibí en el “Grupo Escolar Lope de Vega” (hoy Colegio), teniendo de profesor a mi abuelo Baldomero, un maestro de verdad, querido por sus discípulos –que damos pocos, pero siempre surge alguno que me habla con cariño de D. Baldomero- (en Hinojos, provincia de Huelva, donde ejerció antes de ser destinado a Ceuta, hay hasta una calle con su nombre), al cual le vi dar, en ocasiones muy contadas, algunos suaves palmetazos con una regla, sin que llegase jamás la sangre al río. Después acudí al Colegio de la Sagrada Familia, situado por entonces frente a la Iglesia de los Remedios, con Dª María Jesús Gallego de profesora –la Señorita- y allí nunca presencié el menor castigo físico. Ya en el Instituto, donde por primera vez compartí clase con algunos alumnos musulmanes–recuerdo a Gomari y, especialmente a Abdelkader Ben Kaddur, buen amigo, ya fallecido, que llegó a Coronel en Marruecos- todo el profesorado trataba con educación y respeto al alumnado. A lo más que se llegaba era a alguna que otra expulsión de clase, en los pocos casos en que un alborotador se pasaba de la raya. Ese respeto y esa educación encontraban la adecuada correspondencia en la conducta de los estudiantes. Allí -como debe ser- se hablaba de usted a los profesores, y había que estudiar de lo lindo –empollar- para conseguir buenas notas. Nada de “pasar la mano” y de avanzar al curso siguiente con un póker de asignaturas pendientes, como ahora. Estudiábamos de todo: lengua, literatura española y universal, geografía e historia de España y del mundo, latín, griego, francés, inglés, historia sagrada, religión, matemáticas, filosofía, ciencias naturales, física y química... sin calculadoras ni ordenadores. La famosa “Formación del espíritu nacional” solo la conocíamos porque cada fin de curso nos ponían “apto” en las notas, no habiendo recibido ni una sola clase. Eso sí, de “Educación para la ciudadanía” y de sexualidad, nada de nada, lo que no impidió que siguiesen naciendo niños ni que la gente lo pasara bastante bien. Además, había disciplina, una disciplina no impuesta, sino considerada natural y lógica, pues todos estábamos en la convicción de que tenía que ser así.
Y en la Universidad, otro tanto de lo mismo. El que no se preparaba bien las asignaturas se hundía. ¡Cuántos compañeros fueron perdiendo el compás a lo largo de la carrera, hasta el punto de no llegar a acabarla! Porque se exigía, porque se llegaba con una base sólida (por ejemplo, cualquiera de las muy escasas faltas de ortografía en que incurriesen los alumnos podía motivo para suspenderlos), pero había que apretar y demostrar de modo exhaustivo que uno se sabía la asignatura.
Eran, sin duda, tiempos distintos. Ahora, cuando suelto en latín ante un compañero de abogacía con título más moderno alguno de aquellos aforismos o principios del Derecho que aprendí a lo largo de la carrera, constato que me mira con asombro e incluso con admiración, pero sin entender ni papa. ¿Fracaso escolar? Pues ahí va otro latinajo: ¡O témporas, o mores! Sobre todo, en esta tierra.