Opinión

La Fortuna del Rays Almina’

Los castellanos gobernaban ya la ciudad de Ceuta, cuando cerca del mercado del puerto se sentaba, luego de recorrer las obras, un pobre albañil llamado Saim a la espera de que alguien le encargase alguna chapuza. La familia de Saim pasaba necesidad y sus hijos iban harapientos. Mientras transcurrían las horas sin nada que hacer, el albañil veía el ir y venir de la gente cargada con las compras, excepto él que no ganaba ni para media 'oquia' de cebollas
-Se trabaja por doquier, la ciudad florece, excepto yo, cuitado de mí, que no tengo nada. Nada de nada-, se repetía el desdichado Saim.
Un buen día, la fortuna pareció sonreír al albañil porque nada menos que el Rays Almuná tuvo a bien pararse ante él y hablarle. Este jefe de puerto se llamaba Ludovico Abuín, hombre entrado ya en edad, un tanto agrio y con fama de tacaño para los demás.
-Buenos días tengas, como te llames. Me han asegurado que eres albañil capaz y cumplidor, así que quiero darte un trabajillo que tengo entre manos.
El albañil contestó:
-Mi nombre es Saim y con mucho gusto haré ese trabajo, si me paga lo justo.
El fulano le comunicó que aquella misma noche estuviera preparado. Imaginó Saim que trabajaría en el puerto y que a la luz de las antorchas descargaría las bodegas de urcas, carabelas y carracas llegadas desde quien sabe dónde, ndesde el Levante español o desde el otro extremo del Mediterráneo, envueltas en el misterio y la promesa de abundancia.
Aquella noche el Rays Alminal’ le vendó los ojos y Saím tuvo la convicción de que en lugar del puerto lo conduciría a uno de los barrios más lujosos de la ciudad, pero nada de eso: se adentraron por calles angostas cuya anchura se tocaba con los codos. Nunca había tenido noticia de calles así en Ceuta y lo peor de todo, por si esto le hubiera podido servir de pista para averiguar en qué barrio se hallaba, incluso pudiera ser que mediante un bebedizo aquel fulano lo hubiera llevado a otra ciudad sin él advertirlo siquiera. Luego de darle vueltas y revueltas, el tipo se paró ante lo que según dijo era un viejo portón (pero no le dio ninguna puesta puesto que en barrios como aquellos todos los portones eran viejo), metió la llave y, tras entrar ambos, echó de nuevo. Atravesaron en un sentido y en otro las estancias del edificio y, cuando el fulano le quitó la venda, Saim se encontró en lo que era una amplia cocina con fogones de ladrillo y calderos y útiles de cobre, apenas iluminados por el candil que llevaba su patrón. Este le ordenó que abriera en el centro una especie de nicho. Trabajó Saim durante toda la noche mientras que el otro, como en un trance, no paraba de guardar monedas en unas vasijas de arcilla que sacaba de la habitación para,sin duda, distribuirlas por la casa. Saim no pudo terminar la faena y por la mañana el otro le dio unos drhams y de nuevo le vendó los ojos preguntándole si la noche siguiente estaba dispuesto a terminar el trabajo
-Sí, siempre que me pague lo justo -repuso Saim y el otro respondió que aquella noche aguardara en el mismo lugar.
Así fue y , tras unas horas de trabajo, la zanja quedó terminada tal y como el otro la deseaba.
-Ahora -dijo el Rays Alnima’ - habrás de ayudarme a transportar los cadáveres que enterrar en este nicho.
El pobre albañil lo siguió hasta una apartada estancia, en espera de presenciar un horroroso espectáculo pero se tranquilizó al no ver otra cosa que tres cajas medianas en un rincón, por lo que enseguida descartó la idea de que dentro de cada una de ellas hubiera un muerto, sino que debían de guardar abundante riqueza. Con grandes esfuerzos consiguieron transportarlas y meterlas en la zanja. Luego Saim se dio traza para arreglar el suelo de tal forma que nadie hubiera sospechado que allí se había removido nada.
El fulano lo llevó de vuelta, siempre con los ojos vendados, y después de idas y revueltas, le puso en la mano una moneda de oro y le advirtió que no dijera nada ni siquiera a su familia porque conocía a gente de cuidado que se la podía echar encima.
Tomó cada uno por su lado, y Saim salió corriendo para dar con la casa que guardaba tamaña fortuna. No lo lo consiguió y volvió con su familia, sobando la pulida moneda y menos triste que de costumbre porque su esposa era capaz de multiplicar por cinco aquella moneda de oro.
Pasó el tiempo sin que el albañil dejara de cavilar. No era el Rays Almina’ hombre atemperado sino que por las noches mezclaba vinos y frecuentaba mujeres mundarias hasta que cogía la cogorza y atajaba el camino de su casa por el callejón de las flores para que no lo vieran dando tumbos. Una resaca dejó al fulano con la mirada enganchada en el quinto pino, así como perdida el habla y lo que fue antes un semblante pétreo se ablandaba ahora con la baba.
Ni que decir se tiene que la familia de Ludovico le preguntó por el testamento y en donde guardaba lo suyo. Es decir, desde ese momento, lo de todos. Ya fuera por no atinar con la respuesta o porque no quisiera darla, a fuerza de no contestar la familia dejó de preguntarle y se quitó de en medio pagando mal que bien con la pensión que le había quedado a alguien que fuera a cuidarlo.
Pasado algún tiempo y, desocupado, Saim decidió ir a visitar al que fue antes importante Rays Almuná.
El portón de la casa estaba entreabierto porque a los que acudían a cuidarle no se les había dado llave. La casa poco o nada valía debido a su estado casi ruinoso. En verdad, era amplia pero no había en ella nada de robar, quizás porque ya hubieran entrado los ladrones. El enfermo estaba sentado en un sillón bajo a contraluz de una ventana que tenía los visillos a medio correr y sin otra distracción y socorro que las moscas que daban vueltas alrededor.
Hizo el enfermo con los ojos señal de que le reconocía y le permitió sentarse al pie del sillón. Hablar con él fue cosa imposible por no poder el enfermo articular palabra. No pasó mal Saim el tiempo que estuvo allí, quizás porque le sirvió para desahogarse y pensó en volver alguna vez, cosa que hizo cuando, desesperado de recorrer obras ofreciéndose y de aguardar a que alguien lo contratara, se retiraba refunfuñando sobre qué le diría a los suyos que aguardaban, por lo menos, la cena. Estas y otras esperanzas baldías le contaba Saim a su antiguo patrón que lo escuchaba en silencio, asintiendo de vez en cuando como si llevara el hilo del cuento.
En cierta ocasión, Saim lo encontró en el suelo habiendo hecho sus necesidades. Saim estuvo a punto de retirarse asqueado por el mal olor pero se volvió y se ocupó de asearlo y de hacerle la cena con lo poco que en aquella casa había. En verdad, la siguiente ocasión que pensó en ir a verle, se echó atrás no fuera que lo encontrara como la vez anterior y hubiera él de cargar con el trabajo de cuidarlo. Pero pensando que era muy posible que durante la jornada nadie se hubiera interesado por el enfermo, al igual que le había sucedido a él, se ablandó y decidió ir a visitarlo.
Luego de preguntarle cómo se encontraba y mover el otro la cabeza, Saim divagó sobre esto y aquello lamentando su mal fario y la necesidad que, al ser él un inútil y no poseer nada, hacía padecer a su familia.
-¡No! ¡No! ¡Mucho…! ¡Mucho..!! —exclamó el otro moviendo a un lado y otro la cabeza como si fuera un balancín y añadió algo ininteligible con tanta fuerza que las venas de su cuello y frente se hincharon y los ojos se le salían de las órbitas.
A Saim le entró el canguelo y se alejó del energúmeno. Iba ya a traspasar la puerta, cuando a sus espaldas sonó un ronco grito. A pesar de su turbación, a Saim le pareció que decía un nombre y un segundo después cayó en la cuenta de que podía tratarse del nombre de una calle.
Poco a poco, la familia de Saim salió de la pobreza. No fue nada ostentoso sino que empezó porque cada día tenían de comer.
No pasó desapercibido el cambio de suerte del albañil para los familiares de Ludovico de Abuin que decidieron excavar la casa. Protestó Saim arguyendo que era el lugar donde vivía el enfermo y le contestaron que si tanto apego le tenía que se lo llevara con él porque el muy desgraciado había escondido testamento y dinero y ahora no sabía dónde. Fue espectáculo ver que en tanto los albañiles demolían la casa, salía el enfermo doblado en el lomo de una mula llevada del ronzal por Saim.
Pasó el tiempo y resultó evidente que la prosperidad había entrado en la casa del que fue pobre Saim. Empeñados en la fiebre por hacerse con las riquezas del pariente, los familiares pusieron cerco a Saim siguiéndole a todas partes por estar seguros de que había engatusado al viejo para que le contara donde tenía su riqueza, apropiándose indebidamente de ella.
Nada consiguieron, pero sus sospechas se vieron acrecentadas cuando se enteraban de que cierta gente que el pariente había tratado mal, ahora, de una forma u otra, se veían favorecidas por la fortuna. Y no solo esto, sino que en cierta ocasión vieron a Ludovico pasear del brazo del hijo mayor de Saíim, casi un mocito, y al no poder soportar más la codicia se acercaron al que abandonaron y, tras unas zalemas tan falsas como ellos mismos, no tuvieron reparos en preguntarle si hizo ya testamento o no porque ellos seguían siendo sus familiares y legítimos herederos, dispuestos a ayudarle en lo que fuera.
No había recuperado totalmente el que fue Rays Almina’ el don de la oratoria, pero más o menos les vino a decir que ya hicieron lo suficiente.
-Resultó que mis parientes vieron como vagaba yo sin rumbo desde la muerte de mi querida esposa y no hacían sino predicciones a cerca de cuando me perdería definitivamente y ellos recogerían los frutos. Con esto, no pretendo disculparme, ya que no fue un día ni dos los que me comporté así y pude haber cambiado mi proceder conmigo mismo y con los demás , pero no sentí nunca ese afecto que me sostuviera en los malos momentos y la realidad me demostró que lo anhelaba en vano. A la enfermedad se añadió el abandono cuando no la burla. En la soledad me ahogara sino fuera porque cuando menos lo esperaba encontré una mano amiga.
Hizo una pausa. Y en relación a ellos, prosiguió diciendo, que ciertamente eran sus parientes sí, y no les deseaba ningún mal sino que estaba dispuesto a ayudarles en lo que pudiera pero que no disponía de ninguna otra fortuna que el haber sido acogido por la familia de Saim, siendo gran suerte la que la vida finalmente le había deparado.

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