La mente es un órgano en constante creación. Es como un manantial de aguas brillantes y parecidos cristales, alimentado por la experiencia de los sentidos, y empujado por la ley natural que es el bienestar.
En condiciones de salud, con el cielo en calma, la energía discurre limpia, atraviesa los paisajes de la razón y desemboca en el mar inmenso de la memoria. La contemplación de ese mar hace que los recuerdos se condensen y propicie una lluvia de gotas escogidas, y haciendo que el ciclo de la creación se complete.
La creación, el bienestar, es la mente en sentido positivo, pero ¿qué ocurre cuándo se desata la tormenta y el caudal del arroyo rebasa los límites de lo razonable?
La imagen distorsionada de los recuerdos anega los valles, que ahora serán los de la confusión, y el ciclo se detiene. Ya no sabemos dónde está el principio y dónde está el fin. Si no sabemos nuestro origen la vida deviene en laberinto.
Entonces, todo nuestro ser se centra en la búsqueda de un foco emisor de la energía original, e iniciamos el viaje iniciático a nuestros orígenes, hacia un principio sanador.
La fe nos dice que en algún lugar de nuestros adentros alguien escondió un tesoro que contiene el oro de la fuerza interior, y que ese oro bien pudiese ser nuestro talento.
El talento es esa partícula necesaria, ese punto de luz que obtuvimos al nacer y capaz de devolvernos a la paz, a la salud; regidor insustituible de nuestros pasos y de nuestro ser.
Tendremos que aprender a mirar hacia adentro, a explorar las profundidades de la mente, y encontrar las claves con que controlar nuestro destino. La búsqueda de ese talento movió a todos los pueblos a lo largo de la historia hasta configurar el mapa de los pensamientos esenciales (o cultura).
Mi mensaje en la botella es que ahora, más que nunca, tenemos que descubrir nuestro verdadero talento, que por diversas causas parecía escondido.
El destino nos ha puesto frente al espejo y ahora tenemos que reconocernos. Tenemos la obligación de mostrar una imagen libre de diferencias, y centrarnos en aquello que nos une, aunque sea a costa de la generosidad.
El confinamiento nos da la oportunidad de bucear en ese universo infinitesimal que es nuestro interior, y dar con ese tesoro, tan viejo como nuestra edad.
Quizá la vida ha querido darnos la lección de que no hay nada más allá de la humildad, el verdadero océano por el que navegar, y que quizá la humildad es nuestro auténtico talento.