Aquel día venían a comer unos amigos con su hijo de quince años, un chico que aprovecha sus casi dos metros de altura para jugar al baloncesto. Álex, que así se llama el pívot, es tipo afable que gasta un inteligente humor irónico, le apasiona el jazz, especialmente el saxo de John Coltrane, aunque él toca el clarinete, «algo mejor de como lo haría un manco» según sus propias palabras.
Abrí el frigorífico y medité acerca de qué podría cocinar para un joven jazzman hambriento. Sobre la primera bandeja de lo que el gélido sentido común alemán llama armario frío, contemplé las sobras de un puchero del día anterior y rememoré, al instante, los olores de la cocina de pueblo de mi abuela. Ella me enseñó a cocinar ropa vieja, un plato sefardí que se remonta a aquella Córdoba medieval crisol de culturas y que consiste en deshilachar la carne sobrante para darle nueva vida junto a cebollas, ajos, aceite de oliva, pimientos y garbanzos. La leyenda de su origen habla de un pobre anciano que no teniendo nada que dar de comer a su familia, buscó en sus armarios todos los trapos viejos que encontró, los deshilachó e hizo con ellos un cocido. Una divinidad benévola se apareció y convirtió las hilachas de sus harapos en jugosa y nutriente carne.
Saboreamos este divino plato que convierte la austeridad en virtud, el hambre en ingenio y la escasez de recursos en oportunidad cuando, el joven jazzman, teléfono en mano, anunció el lanzamiento de un nuevo dispositivo móvil y su intención de comprarlo con el dinero que había ahorrado trabajando en la Feria de Muestras. Mi amiga, sus madre, le preguntó con asombro: «¿Qué le pasa a tu móvil, se ha roto?». Su hijo, en armonía con el entorno gastronómico en el que se encontraba, contestó: «Es una patata». Y yo volví a meditar, ya no sobre la ropa vieja, sino sobre la obsolescencia.
El mercado, en su ansia de producir más cantidad a mayor velocidad, se ha sofisticado hasta tal punto que ha conseguido crear una obsolescencia no material, sino psicológica. Necesitamos que las mercancías se consuman, se reemplacen y se desechen a un ritmo cada vez más acelerado y así, de la obsolescencia funcional por la cual los objetos se producen para que se desgasten rápidamente, hemos pasado a una obsolescencia psicológica, por la cual los productos están diseñados para volverse obsoletos en la mente del consumidor incluso antes de que sus componentes fallen. Lo trágico es que esta lógica de usar, tirar y cambiar comienza a trasladarse a las relaciones humanas; así, todo vínculo con el otro se convierte en provisional, a la espera de ser sustituido por lo nuevo.
Pero lo viejo no es sinónimo de caduco sino de madurez. Como afirmaba Chesterton, la tradición no es la adoración de las cenizas sino la trasmisión del fuego. Tenemos, por tanto, la responsabilidad de cuidar de lo viejo para que su luz también alumbre y dé calor a los que aún están por venir. La actual crisis de recursos pone de manifiesto que no hay planeta suficiente para continuar bajo la lógica de usar, tirar y cambiar. Son momentos de ropa vieja.
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