Opinión

Las fiestas de la Virgen de África en el siglo XIX, contadas por Rafael Gibert

La intensa devoción a la Virgen de África está asociada a la importancia que en un primer momento tuvieron los Caballeros de la Orden de Cristo en la Ciudad, a quienes fue enviada por el Infante D. Enrique pocos años después de la Conquista.
En torno a ella se fueron sucediendo cofradía, romerías y otros festejos religiosos y cívico-militares, sin que podamos llamar a estos fiestas locales. Realmente, en esas centurias, las fiestas mayores de las ciudades y pueblos ibéricos se celebraban con motivo del Corpus Christi entrelazándose procesiones y cabalgatas. Todo ello con el consiguiente disgusto de las autoridades eclesiásticas.
Naturalmente, las ferias mayores traían consigo sus festejos, pero en esta Ciudad transfretana, con carácter de plaza militar, no había ferias ni mercados semanales. Así pues, habría que esperar a la moda de las ferias comerciales y de ganado que se autorizaron en el reinado de Isabel II en ciudades como Sevilla o Algeciras, para que Ceuta pidiera autorización para otro tanto a la corona.
No parece que el gobierno de Isabel II llegara a autorizarlo nunca, seguramente por consejo de las autoridades gubernativas, y así, no se conseguiría el sueño municipal hasta el lejano año de 1874, según concluimos de las actas municipales y de un programa de actos de aquel año conservado en el Archivo General de Ceuta. Es decir, que dichos festejos se dieron en el gobierno del liberal Sagasta, en ese período de confusión que se produjo entre la abolición de la II República y la restauración de la Monarquía con Alfonso XII.
A pesar de que en aquellos entonces ya contábamos con al menos un estudio fotográfico en la Ciudad, lo cierto es que estos sólo hacían retratos en sus instalaciones, por lo que no nos han dejado imágenes del ambiente vivido en aquellos años. Sin embargo, sí que hay algún testimonio escrito sobre los mismos. Me refiero a las Memorias del escritor Rafael Gibert Rodríguez.
Rafael Gibert nació en Ceuta en 1884 y la prematura muerte de su padre, oficial del Ejército, le privó de hacer los estudios de derecho con los que soñó, ingresando como soldado para hacer carrera militar. Sin embargo, su vocación literaria se mantuvo, convirtiéndolo en un magnífico periodista, cuyos artículos en la prensa madrileña y ceutí, compaginó con algunos ensayos de derecho administrativo y pequeñas obras literarias.
Mis Memorias –título de su relato de infancia- son un delicioso relato sobre la Ciudad del siglo XIX en las que encontramos estampas de una población tan familiar como entrañable y perdida en el progreso y su expansión.
Sobre las fiestas de agosto, merece la pena rescatar algunos de sus párrafos, como cuando en los primeros años se celebraban en el Revellín:
“El Revellín fue algunos años el centro de los festejos. Todo lo que forma su amplio andén central, desde el puente, hasta la plaza de Ruiz, estaba cubierto con arcos de hierro, de los que pendían faroles de cristal de diversos colores, iluminados interiormente con velas de cera. Era una grata nota de color. Se bailaba en el jardín de San Sebastián”
En su tiempo, es decir los años 90 del siglo XIX, se celebraban ya en la plaza de África:
“Es un sitio más adecuado, por su amplitud pero no mucha, porque recuerdo con terror las apreturas que allí se sufrían; y hace cuarenta años las fiestas marítimas consistían en desfiles de barcos engalanados, regatas, cucañas y fuegos artificiales en la bahía. En tierra se organizaban tómbolas de “caridad” en las que servían señoritas; salones de bailes; y había puestos con vistas de figuras con “movimiento”; otros, con aparatos de gramófonos, cuya audición se efectuaba por medio de unos tubos de goma que se adaptaban al oído; caballitos del tío vivo y columpios; chocolaterías con freiduría de buñuelos; puestos de horchata y helados, churrerías y rifas, todo ello entrefileteado en los flancos del paseo, con las inmensas pirámides de cacahuetes, avellanas, torraos, chufas y altramuces, amenizado todo ello con dos bandas de música militares y las de cornetas y clarines, que nos despertaban con la diana y luego iban al frente de las cabalgatas y carrozas alegóricas que desfilaban entre aplausos y piropos para las bellas y esculturales jóvenes que representaban con “gran propiedad” –a juicio de los periódicos locales- a diversas diosas del Olimpo”.
Nadie como Rafael Gibert para dibujarnos la Ceuta del XIX. Y si no, lean para terminar estos párrafos sobre cómo celebraban nuestros bisabuelos el día de la Virgen de África:
“El día más celebrado en Ceuta es el cinco de agosto, festividad de Nuestra Señora la Virgen de África. Con varios meses de anticipación, el municipio, las entidades religiosas y las familias hacen sus preparativos para ese día. Se confeccionan programas de festejos, se acicala la Iglesia de la Patrona y los trajes nuevos esperan la hora de su estreno. Las clases populares, sobre todas, echan la casa por la ventana. Si ha sido buen año de boquerón y las almadrabas han trabajado con suerte, el comercio ve limpias sus anaquelerías. Telas vaporosas, mantoncillos de seda, enaguas bordadas, pañolones y collares, peinetas y corales iban llegando a toda casa por muy humilde que fuese, hasta dar al traste con los ahorros de la temporada y cerrar con déficit si era posible. Renovaban los pescadores su clásica gorrita de visera y alta copa, sus botines de color con punteras y filigranas de charol negros, los pantalones de talle y las chaquetillas o blusas marineras; y a los pequeños de uno y otro sexo se les preparaba indumento idéntico. Sobre todo los niños parecían hombrecitos en miniatura o indígenas de Liliput…
Y aún había preparado otro acontecimiento íntimo y suntuoso para el día solemne: el arroz con leche, perfumado con canela y corteza de limón; las natillas con tropezones de bizcochos; las anchoas con relieves de huevos y rociadas con aceite crudo y zumo de agrio; las torrijas o los pestiños, el cabello de ángel y tantas golosinas caseras, que eran como guirnaldillas apetitosas que festoneaban la cazuela de arroz con pollo, las perdices estofadas, las caballas a la moruna o los salmonetes asados…”
Amigo de la buena mesa y goloso lo fue siempre Rafael Gibert, eso sí, en esta ocasión, como explica a pie de página, había razones, pues estaba escribiendo en el Madrid de comienzos de 1939…

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