Iniciamos un nuevo curso escolar cuando aún estamos inmersos en el intenso debate público que ha ocasionado la presunta agresión sexual cometida por el presidente de la federación española de futbol sobre una de las jugadoras de la selección femenina de esta disciplina, durante la recogida de medallas que acreditaban el título de campeonas del mundo. Es muy difícil prever los acontecimientos que pueden actuar como detonante para que asuntos o cuestiones que parecen enquistadas o aletargadas, estallen y provoquen un estado de convulsión social capaz de movilizar al conjunto de la ciudadanía y fijar puntos de inflexión o de “no retorno”. Tal ha sido el caso. La relevancia del hecho, por todas las circunstancias que en el concurrieron, ha servido para agitar un debate público sobre la necesidad de garantizar de una manera efectiva y definitiva todos los derechos de la mujer. Ha permitido que aflore un sentimiento de vergüenza social en el que no nos queremos reconocer. Pero también ha servido para mostrar la auténtica magnitud y profundidad de tan terrible problema. La infinidad de muestras de apoyo recibidas por el (presunto) agresor (implícitas y explícitas, directas e indirectas) intentando justificar, minimizar, disculpar o banalizar la comisión de tan repugnante delito, provocan un espanto muy difícil de digerir. Expresiones bien intencionadas como “hemos avanzado mucho”, y otros argumentos falaces que tildan de exageradas las denuncias sobre la vulneración de derechos que sufren las mujeres de forma continuada ante la indiferencia (cuando no jolgorio) generalizada, están actuando como un factor de disuasión conformita que atenúa la gravedad del machismo de nuestro tiempo. No hemos avanzado mucho. El hecho de que un partido que hace del machismo uno de sus principales bastiones ideológicos sea la tercera fuerza política de España, habiendo obtenido más de tres millones de votos en las elecciones celebradas hace cuarenta días, debería ser una prueba irrefutable de que el machismo sigue estando plenamente vigente y patente en nuestra sociedad. El linchamiento público, irracional, injusto, e inmisericorde que sufre el movimiento feminista, y alguna de sus activistas en concreto, es una demostración más que concluyente de hasta qué punto seguimos chapoteando a gusto en la ciénaga del machismo.
La conclusión fundamental que debemos extraer de esta inesperada polémica es que la lucha feminista es un deber ético ineludible en el que todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo tenemos que comprometernos. No como espectadores más o menos inquietos, sino como militantes activos. Es el reto por excelencia de nuestra época.
El machismo es la forma de opresión más universal que existe. Atraviesa toda la historia de la humanidad y es transversal a todos los regímenes políticos. Está profundamente arraigado en nuestro ser hasta formar parte del propio código genético. Por ello, luchar contra el machismo es una tarea hercúlea del conjunto de la humanidad.
No basta con un pronunciamiento crítico de “no ser machista”. Porque no se trata de proclamar el principio de igualdad como concepto abstracto intelectualmente impecable. No es suficiente con apoyar, suscribir, simpatizar o empatizar con la causa de la igualdad; si con nuestra actitud vital seguimos tolerando, justificando, cultivando, sosteniendo, o impulsando, aunque sea de manera involuntaria, las dinámicas sociales machistas que siguen modelando los patrones de conductas colectivas.
Es preciso ser feminista militante, en cada lugar, en cada circunstancia, en cada instante. No se puede ser neutral porque la lucha por la igualdad es un proceso de impugnación y deconstrucción cultural milenaria que requiere una implicación activa, entusiasta y permanente. Y eso significa luchar contra la vida cotidiana. Afear cada gesto machista por sencillo o inofensivo que parezca, corregir cada comportamiento que cuestione la igualdad, ayudar a reformular actitudes, contribuir con el ejemplo a cambiar cada mentalidad, ser inflexible en la defensa de los principios. Todos y todas debemos involucrarnos con afán, determinación y honestidad en esta noble empresa; pero en especial las y los docentes por las características intrínsecas de nuestra actividad profesional. Si no somos capaces de enseñar situando la igualdad entre mujeres y hombres como un valor preminente y transversal, no lo estamos haciendo bien. El primer objetivo de un proceso educativo en el siglo veintiuno debe ser combatir el machismo. Dentro de dos días las aulas se llenarán. Comenzamos la tarea. Cada docente debe convertirse en un/a agente activo/a del feminismo para enseñar al alumnado lo hermoso que es convivir en igualdad respetando rigurosa y escrupulosamente la integridad física, moral, psicológica y emocional de todas y cada una de las mujeres.
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