Pocos pensadores “serios” hablan hoy sobre temas como el amor o la felicidad. Su realidad lingüística, como términos abstractos de carácter subjetivo, los convierten en temas tabú para aquellos autores que tratan de la realidad humana desde una pretensión de seriedad. Así, estos temas tan importantes quedan hoy relegados, en la mayoría de las ocasiones, a manuales de autoayuda, dado que su importancia capital para el ser humano proporciona buenos ingresos, aunque a quienes aspiramos a tratarlos con un mínimo de rigor nos de reparo el tratar con ellos.
La felicidad es una idea variable. Ha habido un tránsito desde la concepción de esta como algo que sucede a los humanos y sobre lo que estos no tienen ningún control; hasta la moderna, como un derecho natural de los seres humanos que progresan en pos de ese destino. Entre medias, ha pasado de concebirse como el bien supremo al que los hombres pueden aspirar gracias al cuidado de sí mismos, en el mundo griego clásico y helenístico, a entenderse como la recompensa sobrenatural que solo puede alcanzarse a través del sufrimiento y la muerte, en el cristianismo y, más tarde, como una felicidad terrenal entendida como placer.
Desacralizado el mundo y eliminado de él Dios, el placer ocupa el puesto antaño reservado para el bien, con lo que definitivamente felicidad y virtud rompen sus ancestrales lazos quedando la felicidad únicamente como persecución de la satisfacción de un deseo, hasta el punto de eliminarse los valores tradicionales e identificarse la felicidad con los placeres más triviales y egoístas. El problema es que la felicidad, así entendida, supone una pérdida enorme para los valores de solidaridad y libertad.
La felicidad se persigue continuamente en los más diversos campos, siempre de un modo radical, y su no obtención se experimenta como fracaso e infelicidad suprema. Los técnicos de la psique (psicólogos, psiquiatras, …) tienen el campo abonado y se afanan en poner nombre a toda la sintomatología derivada de esta concepción de la vida. Así, lo que no deja de ser tristeza o tristura derivada naturalmente de la vida y el quehacer cotidiano es convertido en sintomatología y se trata farmacológicamente o en largas sesiones terapéuticas; cuando, desde una concepción de la vida radicalmente distinta, la percepción de esto hechos comunes, como el fracaso y la muerte, no dejarían de ser más que simples anécdotas que se verían de manera natural.
La vida es un camino y un fin a la vez, es una tarea que, al realizarla, se cumple sin necesidad de plantearnos dónde nos llevará ese camino; todos lo sabemos. Por el mero hecho de vivir aspiramos a la felicidad, a la consecución de una metas que nos permitan autorrealizarnos. La felicidad es un bien que se busca continuamente y que depende de las pretensiones, proyectos e ideales que tenemos, partiendo de nuestras propias limitaciones. Pero, sobre todo, es siempre una proyección de futuro que nunca terminamos de alcanzar. Es una ilusión o una esperanza que da sentido a nuestra vida, pero principalmente a nuestra dimensión temporal. Es por ello imprescindible la conformidad íntima de lo que se quiere y lo que se vive a nuestra condición y se busca en la cotidianeidad. Identificar felicidad con placer, interés, bienestar, dinero o poder elimina esa dimensión temporal e irracional de la vida.
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