Hay temas que son tabú en nuestra ciudad. No se habla de ellos porque el relato mayoritario los expulsa por incómodos, porque desdibujan/trastornan esa realidad que sólo ellos, esa gente que decide qué y sobre qué se escribe, viven.
Tengo la absoluta convicción de que es esencial que nos pensemos y escribamos sobre nosotros. De lo contrario, todo aquello que hemos vivido y que constituye parte de la historia de nuestra ciudad quedará en el olvido. En esto también hay que luchar contra la falsa generosidad a la que hace referencia Paulo Freire en su “Pedagogía del oprimido”, esa generosidad que, para ser ejercida y tener posibilidad de realizarse, requiere forzosamente de una situación de injusticia previa. Lo que más pereza da es colocarse frente a esa mayoría que decide y construye el relato dominante. Enfrentarse a ella es estar en contra de sus intereses, siempre ligados hábilmente a un interés superior ante el cual todos quedan subordinados: se trata de lo que ellos/as llaman “la imagen de Ceuta”, que no es más que una provinciana exaltación del patriotismo.
Hablar de lo que hace daño a tan falso artificio te alinea directamente con esa conglomeración de intereses espurios que buscan acabar con Ceuta. Se trata de una censura ad hoc que impide hablar, por ejemplo, de los procesos de lucha por los derechos civiles que tuvieron lugar en nuestra ciudad en la década de los ochenta (y que aún siguen teniendo lugar, aunque con otra intensidad, en nuestros días) o de las causas de una división diferencial del trabajo heredada que dispone hoy de renovados mecanismos para perpetuar su justificación. Hablar de las desigualdades y la discriminación que se encuentran en el origen de estas luchas supone dañar la convivencia, dividir, crear crispación. Ellos dominan el lenguaje y su contenido; ellos establecen cómo está permitido pensar.
No es baladí esta actitud defensiva, sino que se trata de un resorte psicológico y social: es más cómodo ser generoso o, al menos, aparentarlo. No reporta carga moral alguna. Al contrario, hincha el ego y limpia la conciencia colectiva, permitiendo así tener siempre una posición dominadora y sentir agravio e incluso traición cuando alguien exige acabar con las injusticias. El silencio es el precio que hay que pagar.
El proceso liberador que conduzca a una sociedad sin prejuicios, sólida, justa y solidaria pasa inexorablemente por el despertar de los deshumanizados y la lucha democrática contra quienes los minimizaron para subalternizarlos. Es ésta la que permitirá recuperar la humanidad, no sólo de desarrapados, apátridas y parias, sino también de aquellos que, siendo más, permitieron que la desigualdad y la discriminación se naturalizaran como orden social perverso. Sólo el poder que nace de esa debilidad será lo suficientemente sincero, fuerte y determinante para liberar a ambos. Hablamos de la lucha que, por la finalidad que le han de dar los menos, enfrentará amor a la violencia de quienes, desde su situación privilegiada, pretenden seguir ejerciendo una dominación disfrazada de falsa generosidad.