Es posible que, de manera diferente y no siempre consciente, todos los seres humanos aspiremos a la inmortalidad, a conservar la vida aunque la concibamos de distintas formas. Los creyentes de las diversas religiones esperan la eternidad bienaventurada en la que disfrutarán de la presencia de sus dioses. Los políticos sueñan con inmortalizar sus hazañas a través de estatuas y de monumentos. Los artistas y los escritores se ilusionan con la creencia de que sus obras serán admiradas por la posteridad. A veces no caemos en la cuenta de que la supervivencia de esas otras personas sencillas con las que hemos convivido depende de nuestros recuerdos agradecidos, de nuestras palabras generosas, de nuestros comentarios amables y, en resumen, de nuestro indispensable tributo de respeto, lealtad y cariño. Por mucho que amemos a una persona no siempre podemos afirmar que la conocemos. A veces, sólo después de su muerte descubrimos sus más valiosas cualidades. Siempre estamos a tiempo para reconstruir, valorar y agradecer las vidas de las personas con las que hemos convivido.