Estos días no hago mas que rememorar el estupor sentido tantas veces ante los salvajes atentados de ETA. Recuerdo el atentado de Hipercor, que fue en verano, en época de exámenes, al día siguiente teníamos alguno y me recuerdo caminando desde Moncloa a la facultad con compañeros y hablando sobre ese horror. También tengo vivo en la memoria el asesinato de Tomás y Valiente. Unos meses antes había conocido a su hija en Alemania. Llore por ella. Recuerdo, como no, el vil asesinato de Miguel Ángel Blanco y como mantuve siempre la esperanza de que apareciera vivo… Durante su escaso secuestro no dejaba de pensar en como podrían afrontar sus padres tan duros momentos, de donde sacarían las fuerzas necesarias para no enloquecer al conocer su muerte.
También he pensado muchas veces que los terroristas deben estar hechos de “una pasta” especial para segar a sangre fía la vida de tanta gente, muchas veces de forma indiscriminada y pensar que eso es un acto noble… 829 muertos: 509 miembros de la fuerzas y cuerpos de seguridad, 58 empresarios y 39 políticos; un sinfín de heridos y montones de personas que tuvieron que aprende a convivir con escoltas y con el miedo a que le peguen un tiro en cualquier esquina. Evidentemente eso no debe olvidarse jamás y el Estado no debe cambiar un ápice su política en relación a ETA ya se disuelva, se condense o se evapore: aquí lo único que importa es que se cumpla la ley y que todo su peso caiga sobre sus militantes, que cumplan sus condenas o sean juzgados los que queden por juzgar. Todo lo demás a nuestro Estado de Derecho y a las víctimas no les sirve de nada. Importa que ayuden a resolver los muchos asesinatos (algunos prescritos, desgraciadamente) que quedan aún por esclarecer, pero que pidan o no perdón es un acto fútil que a estas alturas no creo aporte consuelo a nadie.
Ciertamente las victimas han de perdonarlos para de alguna forma “expulsarlos de su vida”, pero “quien ha matado y es un criminal no merece ser escuchado” tal y como ha declarado Irene Villa. La sociedad española no debe perdonar jamás unos hechos que durante muchos años fueron el principal problema de nuestro país y no olvidar jamás a las victimas. En realidad ya no tiene ningún sentido esta “declaración de disolución” porque todos sabemos que hace muchos años que “acabamos” con ETA, buena prueba de ello es su maravilloso silencio desde 2010. No olvidemos que si han dejado de matar, secuestrar y extorsionar ha sido por la implacable persecución a que han sido sometidos por parte de nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad que nunca han desistido, ni lo harán a partir de hoy, en la persecución y la prevención del terrorismo. No se disuelven, no: los hemos derrotado, hemos vencido. Eso es lo que hemos de reivindicar estos días frente al teatro escenificado de la “disolución”. Este teatro va simplemente encaminado a llamar la atención y tratar de mejorar las condiciones penitenciarias de sus presos. Afortunadamente el Gobierno español se ha apresurado a declarar que no va a cambiar la política penitenciaria; esperemos que sea así.
Hace muchos años, probablemente después de alguna de sus salvajadas, me prometí a mi misma no volver al País Vasco hasta que no desapareciera ETA, y aunque en ese momento me pareció un imposible quizás sea momento de volver. Después de sesenta años lo único que tiene que anunciar ETA es su fracaso. Hablar de “reconciliación”, como se hace en la llamada “declaración de Arnaga”, es un burdo insulto a todas las víctimas y a la sociedad española en general. Nada debiera cambiar salvo que ETA pase a formar parte definitivamente del pasado de nuestro país.