Indudablemente, si hay alguna verdad indiscutible en los textos bíblicos es la recogida en Génesis 3:19: “Hombre, acuérdate que polvo eres y que al polvo volverás”. Tal vez por ello un amigo, que regenta una funeraria, me dice de vez en cuando que tiene una empresa a la que nunca le faltarán clientes.
Siempre he tenido un gran respeto −mejor dicho, temor− por la muerte, de tal manera que he limitado al máximo mi asistencia a entierros o velatorios y por supuesto las visitas a cementerios. Sin embargo, hace siete años, la mañana de un día de difuntos, mi madre agonizaba en una cama de hospital y en aquel momento me encontraba con ella solo en la habitación. Respiraba lentamente. Me acerqué a su lado y tomé su mano con la mía. A pesar de que estaba inconsciente sentí que notó mi presencia, apretó con sus últimas fuerzas, por un instante y dejó de respirar. Aquella despedida de la mujer que me había dado la vida tuvo en mí un efecto trascendental. Me concilió con la muerte. Desapareció esa angustia y temor que me atenazaban. Me invadió una tranquilidad tal que permanecí en calma en el velatorio y entierro, incluso fui testigo de la exhumación de los restos mortales de mi padre, fallecido hacia casi cincuenta años, y por supuesto, ahora mismo, me permite escribir sin angustia este artículo sobre el tema.
En todas las civilizaciones ha trascendido, de diversas maneras, este misterio y esta certeza de la muerte a sus ritos y construcciones funerarias.
Durante el neolítico y el calcolítico se construyeron los dólmenes, a base de ortostatos o bloques de piedra, como sepulcros y los menhires como monumentos funerarios.
En Perú he presenciado mausoleos de las culturas precolombinas, con momias de cuerpos envueltos en fardos de tela, en posición fetal, abiertas, en verticales paredes rocosas y en Lambayeque, donde el señor de Sipan se fue al otro mundo acompañado por tres mujeres, dos varones, un niño, dos guardianes, dos llamas y un perro.
Los egipcios practicaban la momificación para que el cuerpo pudiera acoger el ka o fuerza vital tras la muerte, incluyendo en la tumba, objetos e incluso alimentos para el otro espacio en el que habitarían.
El hinduismo cree en la reencarnación en otro ser vivo −humano o no− del alma al morir y desprenderse de la prisión o tumba del cuerpo, como lo definía Platón. En la India, pese a estar legalmente prohibido y penalizado el rito del Sati, aún hoy muchas viudas lo practican al cremarse con su marido difunto.
El budismo considera la muerte como un proceso natural de la vida, que es eterna, y la afronta de manera positiva con calma y felicidad del espíritu.
En los ritos musulmanes, los cuerpos se entierran en las maqbara o cementerios, en contacto con la tierra, colocados sobre el lado derecho, con la cara orientada hacia la Meca, pegados a la pared de la fosa y cubriéndolos después con piedras o ladrillos.
Los antiguos mesoamericanos pensaban que el destino de las almas de los muertos era determinado no por su comportamiento en vida sino por su tipo de muerte. Creen que las almas regresan el Día de los Muertos y por eso lo celebran de manera colorida y lúdica, incluso burlesca en México, con bebidas, frutas, calaveritas de dulce y la tapetes erecta, también llamada cempasúchil o flor de los muertos que, con el color naranja o amarillo intenso de su corola, iluminará el regreso.
El cristianismo cree en la resurrección de la carne y en el premio o castigo en la otra vida por el comportamiento terrenal.
La muerte ha tenido asimismo especial protagonismo en muchas culturas antiguas con los sacrificios humanos, bien para apaciguar a los dioses, acompañamiento en la otra vida, adivinaciones, castigos o incluso antropofagia. La relación, no exhaustiva, se extiende a: celtas, cartagineses, egipcios, fenicios, cananeos, griegos, romanos, vikingos, aztecas, incas e incluso en el episodio bíblico, aunque no ejecutado, de Abraham e Isaac.
No me resisto a mencionar una de las paradojas mas ridícula, repelente, necrófila e insensata −como la calificó Unamuno− el 12 de octubre de 1936, en Salamanca, que fue el grito de Millán Astray: “Viva la muerte”, durante un acto académico.
Tampoco, los experimentos del físico estadounidense Duncan MacDougall quien, a principios del siglo pasado, postuló que el alma, esencia espiritual e inmortal, debía tener una masa o sustancia medible. Según él, con pruebas científicas, demostró que pesaba 21 gramos.
No puede faltar, en esta época de contaminación, la consideración del impacto ambiental de la muerte. En EEUU −tan cuantitativos− achacan a los óbitos el enterramiento anual de recursos: 9.000 kilómetros de tablas de madera, 90.000 toneladas de acero, 1,6 millones de toneladas de hormigón y más de tres millones de litros de líquidos de embalsamamiento. Aunque la cremación es ya una opción generalizada, están surgiendo, como no podía ser menos, otras ofertas alternativas para el entierro ecológico.
Una aconsejable postura frente a la ingrata visitante, es el humor. Woody Allen, conocido hipocondriaco, en una de sus geniales frases, sentenció: “No es que tenga miedo a morir, simplemente no quiero estar ahí cuando ocurra” o referido también a su afición por el sexo:”La diferencia entre la muerte y el sexo es que la muerte es algo que puede hacer uno solo y sin que nadie se ría después de ti”. A otro genio, Groucho Marx, se le ocurrió decir:”Pienso vivir para siempre o morir en el intento”
Creo que es en Nueva Zelanda, donde un grupo de personas mayores se reúnen en un club y divertidos, decoran con pinturas y alusiones los féretros que los acogerán en un previsible no muy lejano plazo. Por mi parte, a la vista de la sentencia del Génesis y como no hay mas cáscaras, solo me queda comulgar con Quevedo en su poema: “...Polvo seré, mas polvo enamorado”.
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